Lucas Guillén del Castillo Batista y el indio Francisco Pérez Naharro, montaron en caballos robustos de siete cuartas, con las alforjas repletas de alimentos y garrafones de agua.
Ambos estaban obsesionados por conocer el paso de Los Paredones, en la Sierra de Cubitas, y no vacilaron en hacer la excursión.
Lo cautivaban los relatos de la belleza y singularidad del paraje, y de los hechos allí acaecidos en 1679, cuando una tropa encabezada por el corsario francés Francoise Granmont, utilizó esa vía para atacar a la Villa de Santa María del Puerto del Príncipe y luego retirarse.
Salieron por la madrugada desde la localidad y rumbo al noreste atravesaron una vasta llanura de vegetación rala y llena de rocas serpentinas.
En una casa de productores de casabe, situada al borde de la serranía, solicitaron información para seguir la ruta, y bajo el ardiente sol de agosto arribaron al lugar, preparados para pasar allí la noche y regresar al día siguiente.
Transitaron lentamente por el camino natural, de unos dos kilómetros de longitud, entre dos paredones de roca, el más elevado de alrededor de 40 metros de altura, y una vegetación frondosa prendida de forma mayoritaria de las paredes.
Gozaron de penetrar por esa hendidura, una de las similares que atraviesan las elevaciones y permiten la comunicación entre la sabana del norte y la del sur limítrofes con el área montañosa.
Disfrutaron también la hermosa arboleda del sitio, con especies como el cedro, jagüey, roble prieto, ceiba, jocuma, caoba de hacha, yamagua, ocuje y ébano real.
Anduvieron por un sitio entre el Cerro de Tuabaquey y el mirador del Limones, en el este de la Sierra de Cubitas, acompañados por el trinar de los pájaros, el ruido de las jutías y el viento veloz entre las paredes de piedra.
Avanzada la tarde recorrieron el lugar otra vez y subieron a una gran concavidad, a poca altura, en la pared izquierda. Allí escribieron sus nombres y la fecha, y se deleitaron en la observación del paisaje desde ese gran balcón natural.
Francisco preparó la comida: sobre un montón de leña seca hizo el fuego y puso tasajo en un caldero. Luego calentó el arroz y los boniatos asados, sacó tortas de casabe de un envoltorio de tiras de yagua y destapó una botella de vino.
Comieron de forma abundante y amarraron las hamacas en árboles cercanos.
A media noche sintieron un ruido persistente y cargaron las armas, pero no vieron nada.
Avanzada la madrugada percibieron disparos y una algarabía de muchas personas corriendo.
Volvieron a cargar las armas, pero nada vieron.
Cerca de las cinco de la mañana divisaron a mucha gente que huía bajo un intenso silbido, en medio de una súbita frialdad, con vestuario antiguo, armada de arcabuces y sables, en una nube transparente con vientos aciclonados.
Los dos dispararon a la visión y todo fue en vano.
No durmieron más.
–Esos eran los espíritus de los piratas, sí, a los piratas los persiguió por aquí la gente de la Villa-, expresó Lucas.
–Señor, yo también pienso que eran los espíritus de ellos.
Ensillaron los caballos, recogieron sus pertenencias, y emprendieron el regreso.
En la Villa relataron reiteradamente la visión en el paso de Los Paredones, y unos lo creyeron, pero la mayoría los tildó de mentirosos o locos.
Lucas y Francisco vivieron a partir de entonces apesadumbrados por narrar aquellas imágenes despavoridas.
Quizás fue el tributo por andar sobre las huellas de unos corsarios derrotados, que huían por un camino natural entre rocas calizas de 20 millones de años.
P.D.: Lucas Guillén del Castillo Batista y el indio Francisco Pérez Naharro vivieron en la Villa de Santa María del Puerto del Príncipe, según un árbol genealógico rigurosamente validado).
(Relato tomado del libro inédito De lo que fue y pudo ser en Santa María del Puerto del Príncipe)


