Por: Henry Mazorra Acosta
La llegada de la Real Audiencia a Camagüey en 1800 impulsó decididamente el desarrollo de la ciudad. Su traslado desde Santo Domingo se aprobó en 1797, por real decreto del 14 de mayo, pero no radicó en la ciudad hasta el 31 de julio de 1800.
Desde entonces la vida de la ciudad y su contacto con el mundo exterior se intensificó considerablemente. Desde las primeras décadas del siglo XIX la arquitectura camagüeyana comienza a experimentar cambios en su expresión formal. Las influencias del neoclasicismo comienzan a sentirse en la ciudad lentamente.
A finales del siglo XVIII el paisaje urbano estaba caracterizado por los elementos expresivos de la vivienda de la anterior centuria, donde predominaban soluciones de filiación mudéjar y barroca. La presencia de la madera en estructuras que se proyectaban desde la línea de fachada, como los aleros o las ventanas; las pilastras truncadas que enmarcaba la entrada principal y el arco mixtilíneo que protagonizaba la primera crujía, eran elementos comunes en las viviendas de esos años.
La imagen de la ciudad estaba definida por este conjunto irregular de casas y admirables templos
Los nuevos exponentes con una clara variación, tanto en su configuración espacial como formal, pueden encontrarse en las viviendas de familias con mayor poder adquisitivo de la ciudad. Fueron estas residencias las que estrenaron las nuevas formas de expresión porque existía en sus moradores un afán de modernización arquitectónica, a pesar de que los patricios camagüeyanos eran considerados muy conservadores en otras esferas sociales.
Las familias adineradas mantenían un mayor contacto con el exterior, por viajes de negocio o primicias de turismo. En la generalidad de los casos enviaban a sus hijos a estudiar a La Habana o preferentemente al extranjero, en especial a Francia y España, donde el Neoclasicismo arquitectónico estaba en un momento de esplendor. Con un Ayuntamiento poco emprendedor en reformas constructivas, les tocó a los individuos de mayor empuje económico la responsabilidad de efectuar los cambios renovadores.
Un ejemplo representativo de los nuevos cambios de diseño acaecidos en la primera mitad del siglo XIX lo constituye el palacio Pichardo. La obra fue un encargo del licenciado Francisco Pichardo, agente fiscal de la Real Audiencia. En 1847 Pichardo compra[1]a Miguel Carmona una casa de bajos situada frente al número 14 en la calle de San Juan. Ese mismo año el nuevo propietario manda construir «una casa baja y alta».[2] La nueva edificación fue erigida a partir de la vivienda de una planta que ya existía. Esa es la casa que hoy ocupa el número 66 de la calle Avellaneda, esquina al callejón Tío Perico.
Del inmueble
Su fachada posee los nuevos códigos arquitectónicos que convergen con las soluciones tradicionales. Lo primero a destacar es la alineación exacta de los vanos de la planta alta con los de la planta baja. Aun así, a la perfecta similitud entre los vanos del nivel superior se contrapone la disparidad entre los vanos del nivel inferior. Se alternan las puertas tradicionales terminadas en carpanel con ventanas de dintel recto cubiertas con rejas metálicas que se extienden a la acera como las tradicionales de madera.
El balcón corrido de baranda metálica sin techo es otro elemento novedoso en la expresión del inmueble. Con el empleo del hierro se garantizaba mayor durabilidad y modernidad. El resultado final, una fachada más clara que igualmente termina en su parte superior con una cornisa y un pretil en forma de festón. Esta solución formal para el pretil fue muy popular en la primera mitad del siglo XIX y los albañiles solían llamarle cortina. En su interior, un portentoso arco mixtilíneo comunica la primera crujía con los siguientes espacios. Este elemento típico del siglo XVIII estuvo presente en el interior de las viviendas principeñas durante gran parte del siglo XIX, sin permitir que la sencillez academicista penetrara en los ambientes interiores. Lo mismo sucede con el diseño de puertas y ventanas. Los antiguos diseños perduraron en las composiciones academicistas hasta bien entrado el siglo XIX. Así, las nuevas ideas se imponen primeramente en los criterios compositivos y rasgos generales de las edificaciones, para luego apoderarse de sus detalles.
Este exponente de la arquitectura camagüeyana merece especial atención en su conservación pues constituye eslabón imprescindible para comprender la transición entre las formas tradicionales y los criterios academicistas que terminaron afianzándose en el siglo XIX.
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[1]Fondo Escribanía. Escribano Juan Ronquillo, Folio 165 vuelto, 1847. Archivo Histórico Provincial de Camagüey.
[2]Fondo Escribanía. Escribano José Rafael Castellanos, 1854. Archivo Histórico Provincial de Camagüey.