Si nos asomamos al corredor de la galería estudio del artista de la plástica camagüeyana Eduardo Rosales, podemos acercarnos, a través de sus obras, a nuestros orígenes, costumbres, deidades y arte rupestre.
De la mano del anfitrión, iniciamos un recorrido de más de 500 años, para retroceder hasta la época precolombina y recordar que antes de la conquista, en estas tierras habitaban los Taínos y tenían su propia cultura.
Por eso, aunque los temas que refleja con sus pinceles se dividen en “aborígenes”, “africanos” y “ciudad actual”, podemos decir que la obra de Rosales dedica una gran parte a elementos que, por esenciales, a veces olvidamos: los del comienzo de la civilización.
Un recorrido por la vida aborigen
En esencia, algunos de los motivos de las pictografías de las cuevas camagüeyanas, el artista los recrea en diferentes soportes. Por eso podemos encontrar materiales tan diversos: yaguas, fibras, sacos de yute, hojas de tabaco; y la más creativa de sus pinturas, sobre tortas de casabe.
Un paréntesis
Desde el desarrollo de la civilización en la Isla, los aborígenes, al verse necesitados de guardar sus alimentos, comenzaron a rayar la yuca y hornearla en el burén. Surgió así aquel delicioso alimento, que ha llegado hasta nuestros días y acompaña la dieta de muchas maneras.
En nuestro territorio, en el poblado de Vilató (municipio Sierra de Cubitas) se asentaron 10 familias casaberas. Su tradición de más de un siglo produciendo tortas tiene como antecedentes las confecciones de los abuelos, que lo hacían a la usanza de los nativos de esa zona; y pese a lo complicado y trabajoso de su elaboración, las familias productoras de hoy aseguran mantener viva la deliciosa herencia aborigen, que al degustarla nos transporta al pasado.
Seguimos el recorrido
Rosales va contando la historia taína; la recontextualiza en soportes naturales. Sus obras de la cueva Pichardo, María Teresa y muchas otras nos llegan gracias a sus pinceles. El guerrero ecuestre que recrea La Avellaneda en su obra Sab está aquí en diferentes materiales, para recordarnos junto con los astros que la vida es cíclica, que se repite una y otra vez, y que si olvidamos la historia habrá que volver a vivirla.
Seguimos conversando, y casi al pasar al área africana, el artista puntualiza algo notorio: El negro esclavo que trajeron a Cuba aprendió el uso de las plantas y el cimarronaje con los aborígenes. Fueron ellos quienes les mostraron cómo esconderse en una cueva para huir de los españoles, y cómo hacer emplastos de diferentes hierbas para sanar heridas.
Una interrupción necesaria
Rosales es un excelente conversador, un camagüeyano auténtico que disfruta al compartir sus saberes. Por eso, su galería -cercana a la plaza San Juan de Dios- no solo está incluida en las rutas del proyecto de industrias creativas Arte Plaza, sino que además es frecuentada por estudiantes de diversas especialidades artísticas.
Mientras me ofrece información para esta crónica, nos interrumpen vecinos, visitantes, vendedores y tres muchachas de la Academia de las Artes Vicentina de la Torre, interesadas en conocer acerca de técnicas y texturas. Además, disfrutaron de una clase de masonería, religiones africanas, costumbres ancestrales y valores patrimoniales de nuestra hermosa ciudad.
Mary, quien fue alumna del artista cuando era pequeña, ahora estudia pintura y trae a sus colegas a visitar sitios del circuito creativo; pero una parada obligada es en el estudio de Rosales, de donde nacen bellas ideas, que aclaran nuestra identidad mestiza.
Continuamos el viaje
Sus paisajes con flora y fauna de África hacen una reverencia a los esclavos, quienes dejaron su sangre y sus sueños en esta tierra, se mezclaron con nuestras causas libertarias y las asumieron como propias.
Para rendir tributo a sus hermanos de fe yoruba, ocupan la parte central de la galería y muestran la importancia de hacer el bien, de ayudar y no mentir, según las leyes de Ifá.
La tercera parte del salón aborda lo más contemporáneo, donde Rosales destaca a la ciudad colonial con visiones nocturnas de su querido Camagüey.
Una mesita ubicada en una esquina despierta mi curiosidad. Al acercarme, el artista sonríe con modestia y me susurra: “estas son mis nuevas creaciones, con café. ¿Qué te parecen?”
“Me parecen muy originales, pues simulan retratos en sepia de las casonas, plazas y puntos antiguos y bellos de la ciudad, como son el ferrocarril, la propia plaza San Juan de Dios y otras esquinas del centro histórico”, respondo.
Luego, supe por otras fuentes de información que cuando los visitantes extranjeros llegan al taller, disfrutan haciendo sus propias obras con esa técnica tan novedosa, que aprovecha las “sobritas” del café hogareño para crear imágenes.
Una curiosidad popular
No podía imaginar que un tótem con una deidad relacionada con la fertilidad aborigen, El Yaya, fuera tan buscado por las mujeres. Rosales comenta con picardía que lo mismo solteras, que casadas o viudas vienen en busca del Yaya petrificado con técnica de racú, para lograr el milagro.
Volvemos a la entrada
Para cerrar el ciclo de energía que me ha propiciado esta visita, quiero comentarles sobre la instalación que da la bienvenida. Se trata de una obra que hace referencia a la diversidad de culturas que aportaron a la nuestra.
Sentada junto al anfitrión de la galería estudio, en el quicio de la entrada, pude apreciar cómo dos manos -una blanca y otra negra- apuntan a la raíz de nuestro ADN taíno; el cual va sumando de españoles, africanos, chinos y hasta rusos. Según el criterio de Rosales, todo el que dejó un descendiente en la Isla aportó a la maravillosa unión que hoy llamamos identidad.
Termina así el viaje de más de 500 años de civilización en la Mayor de las Antillas y el grato encuentro con los antepasados. Gracias a los pinceles y colores de Eduardo Rosales por ser anfitriones de esta mirada pretérita, parte imprescindible de lo que somos hoy.