Mi amigo Martí
Los actos cívicos de cada 28 de enero y 19 de mayo resultaban emocionantes. Al llamado de mamá y alzarse el mosquitero, debíamos correr al baño, lustrar el calzado, ponernos las medias caídas por el desgaste del elástico, y los pantalones ceñidos a la cintura con el cinto plástico ajustado, que sujetaba la camisa e impedía hacernos lucir desaliñados.
Las uñas no podían estar crecidas; eso significaría pasar la pena en la puerta del Colegio “Ramón de Quesada” ante el director Dr. Antonio La Pera. El peinado del cabello, con poca agua, frente al espejito en la pared del cuarto azul. Colonia barata en las mejillas. Mamá apuraba el café con leche y el pan con mantequilla casera. Papá aguardaba sentado a la mesa. Se hablaba bajo a esa hora de la mañana, las siete.
Comenzaba por aludirse a la honra a Martí. Una flor a cambio de una peseta en la florería El Jardín, de la calle del Cristo. En la puerta de la casa, revisión del maletín: de merienda, naranjas peladas y agua, libretas con timbre de la librería La Cultural S. A., lápices y goma para erratas. No podía ocurrir llegada tardía alguna.
Desde un recodo del patio, Martí observaba nuestra llegada con disciplina. En seguida, las hileras y todos en firme. Silencio total. Al frente, el director y sus maestros. Unas palomas revoloteaban. Entró escoltada la bandera cubana y subió ceremoniosa el asta. Lucía hermosa. Las miradas fijas en Martí, que no se movía. El sol nos salpicaba, y hacía brillar su frente. Padres y madres rodeaban el cuadro. El patio inundado por el aroma de rosas, gladiolos, azucenas, galán de noche… Era poco para honrar al Martí universal. Los niños son sensibles a la música, a la melodía sublime. El Himno Nacional quebró el silencio.
A la señal de una maestra, que llevaba una florecilla prendida al pecho, las hileras de niñas comenzaron a pasar delante de aquel hombrecito blanco, de bigote grueso, de rostro serio… como si sintiera pena ante la multitud. Las flores caídas a sus pies tupían ya el pedestal. Algunos niños, quizás por sus padres no poder sufragar las flores, las llevaban de papel de libretas. Cuando la honra es sincera, da mérito a quien la ofrece, y enaltece a quien la recibe. Eso parecía decirnos entre labios el hombrecito imperturbable.
Cuando tocó mi turno, pasé ante él y bajé la mirada ante su tanta grandeza; y con amor y suavidad dejé salir de mi manecita una rosa blanca. Pensé que el obsequio lo habría hecho feliz, y que eso lo haría revivir. El día antes, mi madre me había hecho memorizar aquellos Versos sencillos -no tan sencillos- del Maestro: «Cultivo una rosa blanca en junio como en enero…». Mi rosa blanca fue ofrenda del corazón a aquel hombrecito que nunca conocí, pero que me pareció bueno y amigo de los niños.
Todos los niños del mundo debieran hacerse su amigo. Él se hizo amigo mío para siempre. Y fue mi Maestro.