Generalmente nos acostumbramos a mirar a los grandes patriotas de la historia como hombres duros, sin embargo, la sensibilidad de muchos camagüeyanos aún no deja de sorprendernos.
Así descubrí la hermosa historia de Salvador Cisneros Betancourt, que enamoró a su esposa Micaela Betancourt y Recio, hija de su tío Gaspar, en la hoja de un naranjo, de ella confesó; “atraído por su hermosura y candor: No le fui indiferente, y en una hoja de naranja le hice mi declaración, a la que correspondió”. Celebrándose el matrimonio el 12 de diciembre de 1850.
La Familia
Salvador Cisneros Betancourt, II Marqués de Santa Lucía, pertenecía a una de las familias principeñas más importantes, dueña de grandes extensiones de terreno y otras propiedades, cuya relevancia dentro de los grupos de poder de la villa se afianzaba –como en tantas otras- por las redes de parentesco creadas a través de generaciones.
Enviado a estudiar a los Estados Unidos, permaneció en ese país unos cinco años hasta su regreso en 1846. Tenía en ese momento 18 años.
De su matrimonio con Micaela nacieron, entre 1852 y 1866, siete hijos: José Agustín, Carmen, María Ángela, Gaspar Alonso, Ángela Gregoria, Clemencia Catalina y Clemencia Irene. Como se puede observar se repiten dos nombres, Ángela y Clemencia, pues como era usual en aquel tiempo, con el nombre de un niño fallecido muy pequeño, se bautizaba a un nuevo vástago.
La Guerra Grande fue una dura prueba para la familia del marqués. Hombres y mujeres acostumbrados a una vida con comodidades, vieron sus existencias transmutadas en incertidumbre, hambre y muerte.
En el mismo noviembre de 1868 Micaela y su hermana Ciriaca, entre otros parientes, salieron de la ciudad para seguir a sus hombres.
Julián del Casal escribió sobre las mujeres de la familia del Marqués: “Cuando estalló la revolución, esta familia se dividió en tres grupos. Durante el espacio de un año, anduvieron errantes, sin saber unas de otras. Ocultas en miserables harapos, iban por el escenario de la guerra, asordadas por el estruendo de las balas y ennegrecidas por el humo del combate, enardeciendo a los valientes y llorando sobre los despojos de sus muertos. Sufrieron indecibles privaciones. Todo buen cubano debe venerarlas”.
A la muerte de su esposa, sus hijos Gaspar, Ángela y Clemencia, quedaron al cuidado de su suegra y cuñadas hasta que en 1870 ellas decidieron abandonar el campo y regresar a la ciudad, tratando de llevarse consigo a los niños. Eran momentos en que la vida en la manigua se había hecho en extremo difícil, para las familias insurrectas perseguidas con saña inhumana por las tropas españolas y los guerrilleros.
La partida de sus hijos sobrevivientes hacia el extranjero creó una añoranza por ellos muy fuerte, la que dejó entrever de muy variadas formas. Una anotación en su diario, fechada el 30 de julio de 1872, deja constancia de ello:
“nos acompañaba un niño del Coronel Varona, como de nueve años, que hizo el viaje a pie y descalzo, y tan contento sin embargo de haber caminado más de 7 leguas, cuánta envidia me daba ver al hijo seguir al padre, cuánto sentía que Gasparito no me acompañara, cuánto diera yo (por) tenerlo a mi lado”.
En la Guerra
Tuvo larga permanencia en la guerra, pero entre sus acciones más notables cuentan la de presidir la Junta Revolucionaria de Puerto Príncipe, creada en 1866.
El inicio de la guerra lo sorprendió en La Habana, por lo que regresó a Camagüey para organizar su apoyo. El 3 de noviembre de 1868, en el liceo de la ciudad, convocó a todos los comprometidos a reunirse, al siguiente día, en las orillas del río Clavellinas, distante unas tres leguas, donde se materializó el alzamiento de los camagüeyanos.
Fue delegado por Camagüey a la Asamblea Constituyente de Guáimaro, donde resultó elegido presidente de la Cámara de Representantes.
Sustituyó en la presidencia de la República en Armas a Carlos Manuel de Céspedes, en 1873, ya que desde el 13 de abril de 1872 se había acordado que en caso de quedar vacante la más alta magistratura encontrándose ausente el vicepresidente, el encargado de asumir el cargo sería el Presidente de la Cámara.
En la Guerra del 95 se alzó el 5 de junio de ese año, al frente de 12 camagüeyanos en Las Guásimas de Montalbán, Santa Cruz del Sur; luego se sumó al mayor general Máximo Gómez en Sabanilla del Junco.
Junto con los miembros de su gobierno acompañó a la columna invasora bajo el mando del mayor general Antonio Maceo, desde Mangos de Baraguá hasta Ciego de Potrero, en Sancti Spíritus, desde donde regresó a Oriente. Fue elegido delegado a la Asamblea de La Yaya.
Como delegado por Camagüey a la Asamblea Constituyente de 1901 se opuso firmemente a la aprobación de la Enmienda Platt y emitió un voto particular contra la misma. Luego fue electo Senador, también por Camagüey, para el primer Congreso de la República en mayo de 1902. Algo más que destacar de su legado, es su estrecho vínculo con la apertura del Archivo Provincial de Camagüey en 1906.
Homenaje
Frente al monumento que perpetúa la memoria de este camagüeyano que tanto hizo por la independencia de su patria y por la cultura de su tierra, cada 28 de febrero, con el propósito de conmemorar su muerte los miembros de la AHS, realizan una velada cultural.
Allí en el Casino Campestre, honran con su arte a quien fue presidente de la República en Armas, luchó en las dos guerras de independencia y se enfrentó a todo tipo de injerencia extranjera en Cuba; por eso estará orgulloso de sus coterráneos, que la mantienen hoy libre como vuelo de palomas.


