El domingo 14 de agosto de 1881, un hombre delgado de baja estatura, de frente amplia y rostro dulce, adornado con amplias patillas, asistió muy temprano a la misa de la capilla de Belén, sita en la calle Compostela y Luz.
Consciente de la misión que se había propuesto cumplir ese día, ese hombre de 48 años de edad tomó luego su paraguas, un grupo de papeles y de revistas y, bajo lluvias más fuertes y continuas que las caídas durante la mañana, se dirigió al ex convento de San Agustín en la calle Cuba, en cuya planta alta radicaba la sede de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, que esa fecha celebraba sesión pública ordinaria.
Después que se brindaron algunos informes sobre cartas y revistas y se abordaron varias cuestiones relacionadas con la medicina legal, Carlos J. Finlay y Barrés se puso de pie, tomó en sus manos varios de los papeles que llevaba consigo y, con pronunciación pausada y algo defectuosa, dio lectura a un trabajo que lo inmortalizó, pues con él escribió el capítulo más brillante de la patología tropical y la página más hermosa de la medicina preventiva.
En ese trabajo, presentado bajo el título de “El mosquito hipotéticamente considerado como agente de transmisión de la Fiebre Amarilla”, el autor explicó la manera en que el Aedes Aegypti propaga la enfermedad, al picar a personas infectadas, portar el agente patógeno e inocularlo luego a otros individuos.
Fuerza de criterio
El doctor Finlay no se conformó con el simple enunciado de su teoría, pues dedicó todas sus energías a demostrarla y a divulgarla, según consta en los numerosos documentos que luego publicó al respecto. Convencido de la verdad de su hallazgo, propuso un plan completo de campaña profiláctica contra la fiebre amarilla, que si bien tuvo que esperar casi 20 años para su aplicación práctica, sirvió para reducir progresivamente las zonas de distribución de la terrible enfermedad, salvar cientos de miles de vidas, abrir al emigrante las regiones tropicales despobladas de América y borrar el mal de la faz de la Tierra.
El calificativo de “benefactor de la humanidad” otorgado al sabio cubano, no se debe justificar simplemente por el aporte tan valioso que significó el descubrimiento del vector causante de la fiebre amarilla y la difusión de las estrategias para combatirla y prevenirla. Su hallazgo tuvo todavía mayor alcance, porque de hecho se convirtió en la teoría metaxénica de transmisión de enfermedades infecciosas de personas enfermas a individuos sanos por medio de vectores biológicos de cualquier tipo.2,3, algo demostrativo de la veracidad de esta afirmación es que, una vez aplicados los resultados del trabajo científico de Finlay para librar al mundo del terrible azote amarílico, éstos sentaron las bases para el estudio y control de otras epidemias como las del paludismo, el dengue, la enfermedad de Chagas y otras.
Su muerte…
El duelo fue despedido por el secretario de Sanidad doctor Enrique Núñez, quien dijo: “Si grande y patriótica fue la obra de los cubanos que vivieron, lucharon y perecieron por la independencia, tan grande y patriótica como ella resultará ante la historia la gigantesca labor del doctor Finlay”.
Su muerte tuvo lugar el 20 de agosto de 1915, el piano en silencio, con las notas muertas. El tablero de ajedrez, con las piezas en el lugar que las dejó. Su biblia apretada sobre su pecho. Sufriendo una y otra vez la falta de aire, él que tanto lo disfrutara, y del que hacía la veta más ansiada de su vida y su salud. No se preveía aun el fin, Adela y sus hijos pendientes de su gesto ya casi en trance de desaparecer. La respiración se tornó efímera y el pulso se hizo débil, había dejado de latir ese corazón tan justo y su mente dejado de pensar.