Primeras luces de libros
Es posible conjeturar que los primeros textos sobre catecismo, retórica, geometría plana, astronomía, entre otras materias necesarias al conocimiento general, la ilustración de los Franciscos y a la catequización de “pueblos de yndios”, debieron alcanzar a la villa de Puerto Príncipe después de su último emplazamiento en el centro de la región histórica del Camagüey, en especial, tras el arribo de los primeros religiosos de la orden de San Francisco de Asís o de las Llagas, hacia el año 1599, frailes que a la par de la construcción de la ermita, realizaran el convento anexo dedicado a Santa Ana.
Igualmente cabe que los frailes mercedarios trajeran gran número de textos para su instrucción y la de los fieles españoles que pronto comenzaron a frecuentar la ermita y el convento de “Nuestra Señora de la Altagracia de la Real y Militar Orden de la Merced Redentora de Cautivos”, en 1601.
En 1532 pareció ocurrir lo que pudiera calificarse como la primigenia muestra de “tertulia” hogareña visitada por el gobernador de la Isla, Don Manuel de Rojas, quien fue agasajado por las “doñas” de la villa camagüeyana. Según el visitante, “merendaron y holgaron” mucho.
Para la fecha, los vecinos notables que llevaban los apellidos Agüero, Argüelles, Castellanos, Cisneros, Figueroa, Miranda, Recio, Sánchez, entre otros, con orígenes en las Españas, -la de los siglos XVI y XVII-, tenían sus casas en las plazas de la Iglesia Mayor, San Francisco y la Merced, y a ella iban parientes a tertulias. No debieron ser solo disfrutados el Cantar del Mío Cid, entre otros “libros de caballería”.
El poeta canario Silvestre de Balboa debió leer cuanta literatura le hiciera ganar conocimientos para poder componer el texto épico Espejo de Paciencia, en 1608; y no solo eso, sino para saber las particularidades del comercio irregular británico con las “Indias Occidentales” y especialmente con la Mayor de las Antillas, rescates en los que el propio bardo canario estuvo involucrado y por el que fue acusado, junto a unos doscientos principeños, por el oidor de la Real Audiencia de Santo Domingo.
No obstante tales acusaciones en su contra, compuso la que llegaría a ser la primigenia e icónica obra de la literatura insular, por demás, añadiendo a su proyecto sugerentemente sociopolítico seis sonetistas, quienes, por el contenido de las octavas reales, no parecieron personajes improvisados, contaron con aficiones literarias.
Pasado un siglo, en la edificación rectangular que formaba toda una manzana haciendo frente a la iglesia-convento de San Francisco de Asís, el Regidor y alférez real Lic. Tomás Pio Betancourt y Sánchez-Pereira reuniría en su biblioteca centenares de volúmenes entre los que se hallaban dispuestos a la lectura de los de la familia Agramonte Sánchez, por sus dos esposas de esa familia, y las de la rama de los propios Betancourt y Sánchez, y de parientes: Obras de Helvecio, Arte de hablar bien, Curso de filosofía, Cartas familiares de Montesquieu, Constituciones de América, Obras filosóficas y políticas de Hobbes, Manual de jugadores de ajedrez, Revolución francesa, Fabulas de Samaniego, Obras de Garcilaso, Educación popular, Poesías de Horacio…
En tanto, en la calle de la Reina, a la librería “La historia”, por esa época acudían los jóvenes en busca de El Conde de Montecristo, Vida cristiana, Ben Hur, Historia de Egipto, Los Tres Mosqueteros de Dumas… No era simple “afición”. Por su parte, la Diputación Económica de Puerto Príncipe había centrado su empeño en enriquecer la Ilustración de la sociedad criolla principeña. El mismo propósito intencionó la Real Audiencia entre sus letrados. El Liceo y la Sociedad Popular no quedaron a la saga en la promoción de la lectura.
Haciendo frente a la Iglesia Mayor, en la casa de don Pedro del Castillo y del Castillo, su hija Aurelia reunía a jóvenes de su tiempo para la lectura de obras de poetas románticos. Aquí se recitaba del matancero José Jacinto Milanés, de Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido; y el emotivo Himno del desterrado, y Oda al Niágara, del poeta lírico santiaguero José María Heredia; también obras del romántico español José de Espronceda. Era variada la literatura que se leía. De obras de la Edad Media y del Renacimiento español. De esos textos se iluminarían las mentalidades criollas y se reforzaría la identidad de la “Ilustración” para hacer cambiar la sociedad colonial.
Feria del Libro en Camagüey
Fue del miércoles 25 al sábado 28 de febrero de 1943 la ocurrencia de la Primera Feria Provincial del Libro en Camagüey, que tuvo por escenario el Parque Ignacio Agramonte. La librería Lavernia, la Cultural S. A. y libreros de la urbe vieron la oportunidad de colocar quioscos adornados de banderitas en la Calle de la Mayor, que hacía costado a la Iglesia Catedral, y en las esquinas de la antigua Plaza de Armas.
Fue exitosa la festividad del libro. De todos los barrios acudieron niños y adultos a adquirir los títulos de su elección. En retretas nocturnas amenizaban las compras las interpretaciones musicales de la Banda Municipal. ¡Qué ironía!: en la misma plaza donde los españoles cegaron la vida de los seguidores del negro libre ilustrado José Antonio Aponte, en 1812; y a Frasquito Agüero, en marzo de 1826. Agüero, que habría leído cartas de Bolívar. Con todo, la cultura superaba a la barbarie.