Casi todos los atardeceres se sentaba en la orilla del mar a contemplar la “caída” del sol.
Ese espectáculo lo conmovía y lo hacía suponer que estaba en el paraíso, y llegaba al éxtasis cuando el sol parecía hundirse en el horizonte.
Gabriel Godín vivía en una casa de piedra en la ciudad de Santa Cruz de Tenerife, capital de una de las Islas Canarias, posesión española situada frente a África.
Su plato favorito lo constituían los tacos adobados de cerdo, combinados con papas “arrugadas” y abundante mojo, pero también le gustaban mucho el queso curado de cabra, el gofio de trigo y el vino.
Era el más afamado armero del pueblo y había dado muestras de su pericia para reparar arcabuces y mosquetes; templar y afilar espadas y cuchillos.
En las Islas Canarias había desde la conquista y colonización de América una fuerte corriente migratoria hacia ese territorio, y las embarcaciones realizaban en el archipiélago hispano su último aprovisionamiento para la travesía por el Atlántico.
Gabriel se contagió con esas migraciones y viajó hacia la Villa de Santa María del Puerto del Príncipe.
Allí desempeñó su oficio y se sentaba ante la puerta de su casa-taller, cerca de la Plaza de Armas, a esperar a los clientes, quienes propagaron la efectividad del emigrado.
Su antecesor en la armería murió dos meses antes. Militares profesionales y el cuerpo de milicias quedaron sin asideros en cuanto a la reparación de sus armas.
–Blas de los Santos, llene de tierra apisonada los cañones de dos arcabuces y vea a ese armero para comprobar la pericia que de él dice la gente. Si no puede cumplir el encargo, enciérrelo tres días en el calabozo, a pan y agua, le dijo el alcalde al jefe de los guardias.
El militar le entregó las armas a Gabriel, quien quedó sorprendido por la tierra apisonada en los cañones.
Al siguiente día devolvió los arcabuces y en el bosque aledaño a la Plaza de Armas, Blas de los Santos disparó varias veces, comprobó la calidad del trabajo y lo informó al gobernante.
–Bueno, pues se salvó de tres días en el calabozo, expresó el alcalde.
Al emigrado lo contrataron como armero de la tropa regular y de las milicias, y mantenía las armas en perfecto estado.
Era cliente de la taberna El Resplandor, donde también comenzó a apreciar la comida principeña, especialmente la carne seca frita o asada, los plátanos fritos y el casabe.
Se sentía muy bien en la Villa, donde era muy conocido y elogiado, pero nunca olvidaba a su española Santa Cruz de Tenerife.
Una noche comenzó a sentir calenturas excesivas y no las perdió hasta sucumbir.
A los funerales acudieron muchos vecinos, encabezados por el alcalde y Blas de los Santos, el jefe de los guardias.
Lo sepultaron en la Iglesia Parroquial Mayor, tras una ceremonia con cruz alta, incensarios y agua bendita.
En este relato confluyen la realidad y la fantasía.