“Art.1º — Desde el día CATORCE del presente mes de junio hasta el día 30 del propio mes se permitirá el tránsito por las calles y paseos de la ciudad de personas con disfraces y caretas en comparsas, grupos o aisladamente.”
Así, con marcada solemnidad, el alcalde municipal Domingo de Para iniciaba el bando de 1925, aparecido en las páginas de El Camagüeyano. No un resumen, nótese esto, ni una escueta nota elaborada por alguno de los agenciosos redactores; no, el Bando, íntegro, legislando, con pelos y señales, lo que se podía y lo que no en los días del San Juan, que eran, por cierto, dieciséis…
Dieciséis días en los que quedaba prohibido “arrojar huevos rellenos con polvos de ninguna clase ni otras substancias que puedan causar daños o molestias” en el paseo, bailes públicos y en cualquier otro lugar de reunión o esparcimiento. También se prohibía “terminantemente” recoger “del sucio confetti (sic) o serpentina que se haya arrojado, para volver utilizar con el mismo fin, evitando de ese modo posibles accidentes y dificultades en el tráfico”.
Para el uso de disfraces el alcalde dictó varias disposiciones, las que nos hacen suponer que, de no haber tenido coto, las cosas se hubieran salido de control, así de díscolos han sido siempre los principeños. Veamos algunas: “En los disfraces o cuando se lleve careta no se podrán usar uniformes oficialmente establecidos por los cuerpos armados o civiles de la República ni los de las órdenes religiosas ni uniformes de naciones extranjeras que denoten insignias o distintivos que dignifiquen honores, autoridad o preeminencia nacional o extranjera. Asimismo, los trajes o disfraces no han de ser en forma alguna ofensivos a la moral pública, ni de tal forma que puedan provocar conflictos o disturbios”. Determinar si un disfraz era o no ofensivo a la moral pública, quedaba, por supuesto, al arbitrio de las autoridades… y del sentido común.
El artículo tercero es igual de confuso: “Los disfraces con que se representen o remeden personajes conocidos, sólo podrán usarse cuando de su uso o exhibición no resulte menosprecio de persona alguna y tenga sí (sic), simple carácter de broma o esparcimiento natural de estos días, debiendo retirarse de todo lugar público aquel que use disfraz representando a persona determinada, a la primer protesta (sic) que dicha persona formule ante cualquier agentes (sic) de la autoridad, sin perjuicio de las responsabilidades en que pudiese haber incurrido el infractor, con arreglo al Código Penal”. Ante tal disposición cabe preguntarse si alguien se tomaría el trabajo de protestar al sentirse representado por algún disfraz, ¿quiénes serían los elegidos para ser representados?, ¿acaso los “prohombres” de la ciudad? A saber…
A su vez, el cuarto artículo, cuidaba el entendimiento entre las naciones, pues vetaba “el uso de disfraces, signos o atributos con los que se remede o imite a soberanos o jefes de naciones extranjeras y a sus ministros o representantes de naciones extranjeras”.
Y, como era de esperar, “después de encendidas las luces del alumbrado público, se prohíbe discurrir por las calles con el rostro cubierto o pintado, en forma tal, que impida el conocimiento de la persona y sólo será permitido en esa forma, a los que se dirijan a bailes o reuniones, cuando lo hagan en coches, automóviles y tranvías, sin detenerse en cafés, restaurants y otros lugares de tránsito”. Menuda tarea para las autoridades.
El paseo, realmente muy abarcador, también se legislaba, y sería “a lo largo de la Avda. de la Libertad (acera de los nones) dando vuelta alrededor de la Iglesia de la Caridad, para descender por la acera de los pares, entrando por República basta Luaces, doblando a la derecha hasta Avellaneda siguiendo por Van Horne hasta República, en que se doblará a la derecha, tomando la Avenida de los Mártires, siempre a la derecha, hasta Gonzalo de Quesada, en que se doblará a la izquierda, para descender hasta Ignacio Sánchez, desde aquí por Enrique José para tomar Lope Recio, doblando por Popular, hasta la plaza de Charles Danna, tomando Cisneros hasta Padre Olallo, siguiendo por Torres Lasquetti hasta la Plazuela del Puente, para cerrar en la acera de los nones de la Avenida de la Libertad”.
El noveno artículo no tiene desperdicio: “No se podrá discurrir por el paseo en vehículos que por su estado de abandono o deterioro desdigan de la cultura de una ciudad de la importancia de la nuestra”. En fin, que a toda costa había que cuidar la urbanidad y, sobre todo, las apariencias…
Y aquí uno puede casi imaginar, desde el más allá, la socarrona sonrisa de El Lugareño…