El Mayor Agramonte: sin racismos ni discriminaciones
Los negros Carmen, Caridad y Norberto, junto a los pequeños Julia, Luis, Pedro, Armengol y un carabalí calesero; en total unos 19 africanos, intervenían en las faenas diarias de atención al hogar de los Agramonte-Loynaz, en la casa de Soledad no. 5 y más tarde en la de San Juan no. 18. A esa última la familia habría tenido que ir a residir, por no poder pagar la renta de la edificación de balcón y entresuelo de la calle Soledad.
Nacido el 23 de diciembre del año 1841, Ignacio Francisco Agramonte y Loynaz, descollaría en las lides de Jurisprudencia. Graduado con notas sobresalientes en la Universidad de La Habana, pronto advirtió que Cuba no tendría otra alternativa que conquistar su redención por medio de las armas, por el “estruendo del cañón”, como aludiera en el ejercicio sabatinal en la Universidad; tesis que esbozaría en asamblea revolucionaria ante un grupo de antirrevolucionarios en el poblado rural camagüeyano de Las Minas, el 26 de noviembre del año 1868. Apenas había iniciado la Revolución y ya sumaba a las filas de su ejército, —si así se podía llamar al puñado de jóvenes románticos y entusiastas desconocedores del arte militar y sin experiencia de guerra alguna—, a mestizos y a negros libertos.
Él mismo emprendió la tarea de enseñar las primeras letras del alfabeto o cartilla a su ayudante mulato Ramón Agüero. Es harto conocido el pasaje histórico. Le seguían porque había proclamado en Sibanicú Libre la abolición de la esclavitud y el cambio completo de las estructuras arcaicas o instituciones dominantes, que hasta esos instantes sostenían el viejo e inhumano sistema.
Y ya en la guerra liberadora en la región camagüeyana, llamaba a los músicos de la Orquesta del mulato Vicente de la Rosa, que se había pasado a las filas de la insurrección, para animar los combates de los mambises en el campo de batalla. No miraba ni establecía diferencias Agramonte con mulatos, ni negros, ni blancos, ni chinos en su tropa. Eso sí, elogiaba y premiaba los méritos, los valores humanos, la decencia, la rectitud de carácter, la disciplina, la honradez, la moral, la disciplina, la ética. La simulación no tenía su perdón y menos la traición. Su fe era inquebrantable.
No por el color, sino por el mérito
Aniceto Recio Pedroso fue ascendido a comandante. Era mulato. Fue bien merecido el diploma, ganado a sacrificio. El Mayor lo llevaba en su escolta. Era un privilegio formar en ese selecto escuadrón. Había otro mulato.
Los negros congos lo querían como a uno de los suyos. Eran los cubilangá cubilangué. Sabían de entuertos y de adivinaciones y de todo lo ancestral de su nación, de donde habían sido arrancados para esclavizarle y traerle al Caribe ajeno. Sabían de “fetizos” (hechizos). Al Mayor le llegarían a obsequiar un caballo que nombraban Matiabo, que desde que lo montara nunca el enemigo logró matarle. Matiabo parecía llevarle a cuestas con la misión de “protegerle” de la muerte en cada combate, en que, efectivamente, salía vencedor El Mayor. Hasta montar Ballestilla, con el que fuera derribado mortalmente en Jimaguayú, el domingo 11 de mayo de 1873. Ballestilla no era congo cubilangá cubilangué.
Al Mayor Ignacio Agramonte nunca se le vio reacio a incorporar a su tropa a mulatos, a negros, o a chinos. Bien sabía él que esa era la génesis de la nación y de la República Libre. ¡Contaba con todos! Hasta españoles, franceses, norteamericanos, canadienses, mexicanos, dominicanos, venezolanos, marchaban gustosos en su ejército.
Aunque habría mucho que trabajar para cambiar mentalidades y alcanzar la plena emancipación del espíritu y de los “multicolores” de la nación multiétnica. Habría todavía que seguir librando batallas contra los racismos y las discriminaciones, y contra las ignorancias y las inculturas.
No se alude a El Mayor sólo por la épica cubana. Es por la esencia de nación que nos sobrepasa a nosotros mismos, y hay que saberla escudriñar y descubrirle desde su misma muerte, que le apagó su hermosa vida.