La Endemoniada

Foto: Cortesía del autor
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–Vade retro, Satanás- dijo tres veces enérgicamente, en la Parroquial Mayor, Bernardo Francisco Guevara y Zayas, comisionado del Santo Oficio de la Inquisición en la Villa Santa María de Puerto del Príncipe.

Roció agua bendita al cuerpo convulso de Amelia Santander y le puso con ceniza una cruz en la frente. Era una mañana con el cielo de extrema grisura y un fuerte viento llanero, que hacía crujir las ramas del arbolado periférico de la Plaza Mayor, cuyo centro ocupaba la iglesia.

Enriquillo, un mendigo siempre apostado en la puerta principal del templo, hizo la señal de la cruz y se marchó velozmente cuando percibió el espectáculo demoníaco.

De una gran fuerza, la mujer convulsionó con más intensidad y se le agolparon los espumarajos, mientras tenía los ojos en blanco y respiración agónica; hablaba atropelladamente en una lengua desconocida y presentaba arañazos y punciones, sin causa racional.

Permanecía tendida en el piso, sin zapatos, el cabello revuelto y el vestido muy sucio.

-Está endemoniada-, había sentenciado el prelado cuando la llevaron atada de manos a su presencia, y escuchó alaridos y palabras en una lengua desconocida.

Era el primer caso de una persona “poseída por el diablo” en Santa María del Puerto el Príncipe, y el cura realizaba la primera de las sesiones para exorcizarla.

El sacerdote había estudiado profusamente libros como Compendium Maleficarum, Malleus Maleficarum y Flagellum Daemonum; dedicados a las posesiones demoníacas y al exorcismo, y no dudó de que la mujer se encontraba endemoniada.

Amelia no se calmaba y la pusieron entre dos gruesos cirios ante el altar mayor. Otra vez el rito de órdenes y rezos para alejar al maligno, y ella respondió con otra tanda de convulsiones, palabras desconocidas y espumarajos.

Quedó tranquila unos minutos, pero reanudó su conducta enajenada.

-Llévensela hasta mañana-, expresó el eclesiástico, y dos hombres fornidos la montaron en un carromato tirado por un caballo famélico con los huesos tan pronunciados, que parecía un esqueleto andante.

Amelia

Desde tres días antes padecía el descalabro la infortunada, en una casita de madera y techo de tejas en las cercanías del río Hatibonico. Era viuda de su primer matrimonio, vendía dulces en la Plaza de Armas de la Villa y tenía el dolor inolvidable de un hijo degollado por unos ladrones en una llanura andaluza.

Junto con su segundo esposo, el carpintero Cosme Picapiedra, arribó a la localidad tras un viaje iniciado en Sanlúcar de Barrameda, en el sur de Andalucía, y escalas portuarias en las Islas Canarias y en La Guanaja, al norte de Puerto Príncipe.

En su tierra natal empezó a creer en múltiples supersticiones, inculcadas por su madre, sonámbula y víctima de accesos de ira.

Unos meses antes de llegar a Santa María del Puerto del Príncipe era una mujer muy serena y alegre, pero el asesinato del hijo le nubló las esperanzas y casi siempre estaba deprimida. Nunca olvidaba cuando le enseñaron el cadáver, con la garganta abierta y el olor a carne descompuesta.

Fue una noche cuando se lo llevaron a la casa. Había buen tiempo, pero un inesperado rayo iluminó el lugar e incendió un árbol en el patio.

Al otro día, en el entierro, ella se opuso a que lo sepultaran y la aguantaron para impedir su estrafalario deseo.

Cosme Picapiedra pensó que era mejor alejarla de Andalucía y gestionó el traslado a la Villa.

Pocos días después del arribo, ella estuvo sentada cabizbaja varias horas sin hablar, y por la noche comenzaron por primera vez las convulsiones, los espumarajos y las palabras desconocidas.

Fueron tres jornadas de ataques antes de que la llevaran a la Parroquial Mayor.

El Comisionado del Santo Oficio de la Inquisición le dedicó siete sesiones de exorcismo y continuaba posesa.

Cosme comprendió que no habría solución para su esposa y resignado se dedicó a atenderla aún con más amor.

Una mañana, temprano, él descubrió que la mujer no estaba en la casa. Pidió ayuda y amigos y vecinos lo acompañaron en la búsqueda, extendida a los bosques cercanos.

No la encontraron, ni ella regresó, y en Santa María del Puerto del Príncipe corrió el rumor de que el Diablo se la había llevado.

El sacerdote ofreció varias misas para que Satanás la devolviera, pero Cosme Picapiedra jamás creyó en el retorno de su amada Amelia.

(Texto tomado del libro inédito “De lo que fue y pudo ser en Santa María del Puerto del Príncipe”, en el cual confluyen la realidad y la ficción).

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