Legó una carga sospechosa plasmada en un testamento. Y eso fue una extraordinaria contracción, pues era el obispo de Cuba, entonces la mayor autoridad religiosa en la Isla. Más de 250 años después de su muerte, el documento sigue testimoniando dudas sobre su verdadera fe.
Ese es un pasaje oscuro de la vida de Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, Obispo de Cuba en una etapa del siglo XVIII, y nacido en Santiago de los Caballeros, actual República Dominicana.
Oscuro, en un hombre que dejó para el país una obra excepcional: “La visita eclesiástica”, testimonio de un recorrido suyo por la Isla, y quien fue un notable historiador, caritativo y gran impulsor de la enseñanza.
El libro contiene información obtenida en cuanto a Santa María del Puerto del Príncipe (hoy Camagüey, capital de la provincia homónima). Informaciones acerca de las iglesias y de la cantidad de sacerdotes, temas sociales, culturales, económicos y políticos, así como epidemias y ataques de corsarios; entre otras facetas que convierten al texto en un legado de extraordinario valor.
Morell falleció el 29 de noviembre de 1768 en La Habana y dejó un testamento asombroso, con presumibles trazas de escándalo y herejía. Recurrió a una fórmula conocida y utilizada por quienes creían secretamente en la religión de los judíos (criptojudíos), pero opuestos a que algún signo suyo los delatara en la zozobra, durante la cercanía de la muerte.
Escritos de ese tipo tendía un velo a que determinadas expresiones verbales y conductas fueran interpretadas como sinónimos de las creencias espirituales judaicas, y así aún después de la muerte, se liberaban de la acusación de la herejía. Ese recurso no solo tenía un objetivo religioso, sino también económico, para evitar la confiscación de los bienes.
Las declaraciones testamentarias del prelado aluden, según la introducción escrita por César García del Pino para la publicación de “La visita eclesiástica”, realizada en 1985 por la Editorial de Ciencias Sociales, a un fragmento como este:
“(…) por lo cual, si alguna Persona nos hubiere oído algunas palabras, o nos hubiere visto algunas acciones contrarias, en todo o en parte, á lo que llevamos expresado queremos que no valgan, y que sólo se entienda, que entonces estaríamos sin juicio, sin dominio de nuestras potencias, y para mas bien desvanecer cualquiera sospecha, (…)”.
Otro elemento sospechoso expresado por el Obispo en el texto fue oponerse a que embalsamaran su cadáver, contrario a lo cual se hacía normalmente con los prelados, pero estaba prohibido en la religión judaica.
Es evidente el enmascaramiento de la posible conducta para ocultar los vínculos heréticos, de un hombre que tenía ancestros judíos
¿Si era realmente católico, por qué la referida preocupación, la negativa al embalsamamiento de su cuerpo, y su vehemente defensa contra la probable imputación de herejía?
No ha trascendido que en el país otra persona dedicada a funciones religiosas haya legado un testamento así, y menos un Obispo de Cuba, entonces la máxima autoridad religiosa nacional.
Casos como el de Morell no han sido pocos en el catolicismo y hay nutridos ejemplos sobre el tema, sobre todo con las persecuciones de la Santa Inquisición contra los judíos, quienes encontraron en la conversión, real o ficticia, una vía para salvarse.
En la Villa de Santa María del Puerto del Príncipe hay al menos un testamento con la mencionada fórmula, suscrito en 1648, y correspondiente al español Francisco Rodríguez, asentado en la localidad.
El texto expone, entre otros datos:
“(…) y si por la gravedad de mi enfermedad no estuviere en mi juicio o por alguna ilusión, o tentación maligna dijera, pensare e imaginare alguna cosa de lo que tengo dicho, no valga, niego y porque solo quiero sea firme la protestación que tengo hecha debajo de la cual quiero vivir y morir como católico y fiel cristiano (…)”.
La reproducción del documento figura en el libro “Cultura y costumbres en Puerto Príncipe. Siglos XVI y XVII”, extraordinaria investigación acometida por la historiadora camagüeyana Amparo Fernández y Galera.
La duda ha persistido, y la memoria de Pedro Agustín de Santa Cruz sigue transitando entre el “cielo y el infierno”.