En el 146 aniversario de la caída en combate del Mayor Ignacio Agramonte, su impronta late fuerte en el corazón de los cubanos
Apenas una bala bastó para quebrarle al Mayor su sien derecha. ¡Después de tanta gloria venir a morir a merced de un solo proyectil! ¡Qué afrenta a su rostro varonil y angélico!, que minutos antes se ladeaba vigoroso de un lado a otro sobre el alazán que parecía volar para acortar el espacio entre la vida y la muerte. Él con mirada fija en el distante amigo americano que dejándose provocar había entrado en el círculo de fuego del avance cauteloso del adversario, que intentó emboscarle ante las bocas de los Remington para fusilarle y hacer añicos la caballería.
Abierto el agujero del otro lado de la cabeza, mojada por la tibia sangre que le brotó repentina a consecuencia de la salida del proyectil, comenzó a escapársele su vital energía empero dejándole ver su hondura impar, aunque en él seguiría latente su pensamiento obsesivo para llevarlo a confundirse entre la espesura de la maleza del potrero radiante de sol. Fue mañana de domingo, 11 de mayo de 1873.
Del Camagüey Ignacio Agramonte, con más vergüenza que armas y municiones, y más coraje que academia de guerra, desilusionado de la colonia absolutista y torpe, se había echado al monte con un piquete de valientes un 11 de noviembre, dejando en la villa antigua la toga y el bonete colgados en la bastonera del bufete de la casa de la calle San Juan, los trofeos que ganara en la Universidad capitalina por el mucho estudio; y en el rincón del cuarto de bodas las polainas de montar que después reclamó a su amada Amalia, le hiciera llegar al campamento insurrecto en la manigua.
Apenas 31 años, 4 meses y 18 días tenía el General cuando se alzó sobre los estribos de Ballestilla que relevó a Matiabo, el potro que montara hasta su arribo al campamento en Jimaguayú, que le habían obsequiado los congos cubilanga cubilangué, y ya frente a la columna reforzada peninsular que mandó el Coronel José Rodríguez de León, echó su mirada de Mayor sobre el campo del lance final, ingenuo desconocedor que desde ese centro del espacio entre el potrero y el cénit, a poco más de las ocho de la mañana, entraría triunfante en la Historia de las Luchas Cubanas.
Ese día fatal…
Vistió uniforme de dril cazador limpio, sujeto el cabello castaño y sedoso por el sombrero que le oscurecía el rostro, de seguro algo sudoroso, tal vez ojeroso por la mala noche anterior que dedicó a la vigilia por sus soldados, sin más perfume que el del amor que roció cuando tuvo tiempo para ir a ver a su idolatrada por última vez al Idilio en Cubitas, solo oloroso al monte húmedo por la lluvia, quizás la mano izquierda callosa sujetando las energías del corcel que montó y la derecha sobre el revólver Colt-36 que le envió antes desde los Estados Unidos su hermano Enrique; iba sin miedo a morir, confiado en nueva victoria, seguro de sus hombres que se batirían como fieras, esperanzado en que España terminaría derrotada.
Ya pareció no tener más pensamientos que los del triunfo. Su arrojo fue ya desmedido. Amalia así se lo había hecho saber al General en una misiva, apenas supo ese detalle de su conversación con el otro secretario y asambleísta en Guáimaro, Antonio Zambrana, quien se lo hizo saber antes del 30 de abril de 1873, fecha de su última carta de ella a su esposo, pero la que no llegó a acariciar él entre sus manos.
Efectivamente, se batía desesperadamente y marchaba con demasiada temeridad a la vanguardia de su temible caballería en cada lance frente a los dragones españoles y a campo descubierto. Parecía no pensar en sus “dos ángeles”, que apenas conocían a su padre.
Pedidos de Amalia a su amado
“Tu osadía está fuera de los límites del valor; y no debiera ser así la Patria necesita que tu vida no peligre para que no peligre tampoco su porvenir (…); tu demasiado arrojo [es] lo que más me preocupa”, según se lo señalara antes el brigadier Julio Sanguily, el 22 de agosto de 1872.
Debía “pensar más en Cuba”, “que tanto necesita de tu brazo”, no batirse con tanta desesperación, porque a ella hacía mucha falta. Pensar en su Amalia entristecida allá en nación lejana. De lo contrario, no vería el fin de la Revolución.
Fueron las últimas recomendaciones de la Simoni, que no se explicaba cómo no había perdido la razón, por lo angustiada de saber esos detalles de último momento, tan distante de él, en el seno de la emigración patriótica.
Todo fue inútil…
El Mayor se lanzó a toda carrera para intentar frustrar la acometida de la tropa enemiga deseosa de destrozar a la caballería que mandaba Reeve el americano, como si con esa fugaz carrera pretendiera desviar en otras direcciones las balas de la infantería peninsular que zumbaban por encima de la yerba del potrero, que esperaba por su cuerpo para dejarlo oculto de sus matadores.
Ya lleno el escenario por el humo de la pólvora apenas su escolta dio alcance a su figura delgada que se perdía entre la maleza. Uno de ellos, el sargento Lorenzo Varona, afirmó minutos después que “el General había sido muerto a su lado por una bala del enemigo”, que “cuando el General cayó muerto del caballo [lo que sonó demasiado categórico], yo traté de echármelo a cuesta, pero no pude con él, y lo dejé abandonado”, así terminó su versión.
¡Imperdonable!, Ciertamente fue impugnable la versión, entre otras razones, porque Varona no atinó concluido el combate de “media hora de duración” a precisar el sitio de la hecatombe.
Hasta aquí lo sucedido y narrado al capitán espirituano y jefe de las fuerzas villareñas Serafín Sánchez, no concordó con lo que ciertamente había ocurrido al Mayor; de ahí que lo ciertamente ocurrido esa mañana y la versión ofrecida por el mulato Varona conservó hasta nuestros días matices dudables. Más bien pareció todo una versión apócrifa de los hechos.
Pérdida irreparable
Rigor histórico aparte, había perdido Cuba el Mayor de sus jefes, Amalia a su esposo idolatrado, el mambisito a su papá que apenas conservó en su mejilla la calentura de sus labios en sus últimos besos dados en el rancho oculto en la espesura del monte, y sus soldados al caudillo humano y justiciero.
Tras su muerte, el presidente de la República en Armas Carlos Manuel de Céspedes designó al Mayor General Máximo Gómez para que este ocupara la jefatura militar dejada por la muerte del Mayor en el Camagüey. Un mes después al pisar tierra camagüeyana el experimentado jefe dominicano quedó sorprendido al constatar cuánto había hecho el General Agramonte por la Revolución en Cuba. En ese instante en que debía pronunciar unas palabras a la tropa debidamente formada ante él se sintió impresionado y apenas pudo coordinar las ideas, según escribió en su Diario de Operaciones.
Horas después en instante de meditación, Gómez reflexionó: “¡Ah! Cómo no nos unió el Destino en el campo de batalla! Como nos hubiéramos completado quizás y quién sabe si yo lo hubiera hecho vivir para la Patria antes que morir para la Gloria”.
Céspedes en su carta de pésame a la sufrida madre de Agramonte, la señora Filomena Loynaz, subrayó que nunca había sido enemigo de su hijo, más bien lo quería. Así fue. Una prueba: la designación por Céspedes de la jefatura militar de la División del Camagüey tras aceptarle la solicitud de abandono del escaño cameral y de la secretaría de dicho órgano, el 26 de abril de 1869. El líder bayamés después de calar hondo en su carácter y en sus pensamientos reconoció la sobrada hombradía e inteligencia del camagüeyano para ponerse al frente de la Revolución en el Camagüey.
Agramonte se multiplicó en cada combatiente. A cada instante de la vida en campaña volvía a recordársele una y otra vez. Su nombre citado de modo permanente atraía su recuerdo haciéndolo vivo, eterno, invencible.
La Revolución con él mediante continuó adelante para dar a los cubanos nuevas victorias. La muerte no fue verdad…
Foto: Heriberto Valdivia Jiménez