El portugués Roque da Silva, emigrado a Santa María del Puerto del Príncipe, tenía una vida próspera y una obsesión insofocable: fundar el poblado de Tana, a orillas de un río.
Lo obsesionaba también la ansiedad, pues el Cabildo demoraba asombrosamente en otorgarle la autorización.
La solicitud se basaba en un interrogatorio infernal, con abundancia de preguntas absurdas. Entre las interrogantes figuraban las siguientes:
-Propósitos de la fundación, razones por las cuáles no desea vivir más en la Villa, ubicación del lugar del asentamiento, nombres, apellidos y edad de los acompañantes, así como cantidades y tipos de recursos con destino al nuevo lugar: carretas, bueyes, ropa, zapatos, baúles, ollas, velas, muebles, medios de trabajo, animales y alimentos de la subsistencia inicial.
Al fin recibió la licencia, y en varias carretas alquiladas –menos una, la suya–, da Silva marchó a la tierra prometida, con su familia, esclavos y dos vecinos: José Asunción y su esposa.
Detuvo el recorrido cerca de un bosque pequeño en extensión, pero con árboles frondosos y corpulentos.
–Aquí nos quedamos, dijo el jefe de la caravana.
La primera noche durmieron en un cobertizo sin paredes, solo con el techo de guano sobre cuatro troncos; tuvo un sueño terrible, pero no lo comentó. Enseguida comenzaron los preparativos para construir varios bohíos, a la usanza de indocubanos.
La vivienda de da Silva –la más próxima al río– estaba casi al borde de la barranca, de cuatro varas de profundidad, junto a un frondoso jagüey.
Una nutrida provisión de alimentos acompañaba a los colonos: tasajo, yuca, boniato, maíz, arroz, casabe, especias y vino, entre otros productos, pero a fin de asegurar las provisiones, los esclavos sembraron viandas y acondicionaron los corrales para los cerdos y las aves de corral.
Progresivamente, otros residentes en la Villa se mudaron a Tana, de donde da Silva y otros vecinos viajaban en carretas a la localidad para aprovisionarse de diversos artículos.
La aldea gozaba de prosperidad y él se ufanaba de la fundación del pueblito, que ya tenía 10 casas crujientes de paredes de tablas de palma y techo de guano.
Allí era una especie de cacique de conducta fraterna y la gente disfrutaba de la libertad de no estar bajo el mando del cabildo.
Hombre de mucha fe, a falta de iglesia y cura, encabezaba cada domingo un oratorio con la asistencia de los vecinos, bajo una ceiba.
En un amanecer empezó un viento fuerte, acompañado por una lluvia torrencial, y un tiempo después, el río empezó a desbordarse.
Todos estaban temerosos, y menos da Silva, los demás huyeron con pocas pertenencias hacia un alto cubierto por árboles, a 300 varas de distancia.
Él decidió ser el último en irse, como el capitán de un barco en zozobra, mientras el aire arreciaba y la crecida de las aguas ya estaba al borde de la vivienda.
Tuvo la imprudencia de ubicarse al borde de la barranca y un resbalón en el lodazal lo arrojó a la impetuosa corriente.
No sabía nadar y mientras el remolino lo ahogaba y tenía la respiración anhelante, recordó el sueño de la premonición mantenido en secreto.
Roque Da Silva no pudo ver el final, porque ya era un cadáver arrastrado por las aguas: Tana quedó hecho un amasijo de escombros por la corriente tumultuosa y el viento desbocado.
(Referencias históricas afirman que el pueblo de Tana, fundado en 1582 por el portugués Roque da Silva, fue destruido por la crecida de un río).
(Tomado del libro inédito De lo que fue y pudo ser en Santa María del Puerto del Príncipe, en el cual confluyen la realidad y la fantasía).