Según los historiadores clásicos Plutarco y Cayo Suetonio, sabemos que uno a uno fueron cayendo los pueblos barbaris que cedieron ante la superioridad de las legiones de Roma que guiaban sus generales, aspirantes a la supremacía absoluta del poder y ambicionando cargos preponderantes en la República; o a escalar a los ambicionados puestos de emperadores, gobernadores, cónsules y comandantes, que se ganarían a costa de fraudes y asesinatos; o a tener otras posiciones lucrativas y privilegiadas para así dar rienda suelta a la tiranía con la implantación de la aristocracia.
El pueblo, la plebe, no contaba en esas proyecciones de ambición como no fuere para esclavizarlo y obligarlo a morir en el Coliseo. Fue así que valiéndose de crueldad sin compasión, dando rienda a tenebrosas componendas políticas, guerras de exterminio, el Imperio se fue abriendo paso hasta completar el mapa de sometimiento de pueblos a la voluntad del Imperio. Hispania, Galia y Britania, entre otras regiones, sucumbieron ante la ambición desmedida de Roma.
Apenas pocos pueblos hicieron tenaz resistencia, como los barbaris en Germania, cuyos guerreros en los bosques del oeste se batieron contra la embestida romana prefiriendo incendiar sus aldeas, cosechas, tumbas, todo, por tal de salvar la dignidad, lo más importante. Por esa causa ante el general Julio César perecieron más de ochenta mil valientes, en el año 52 a. n. e.
Las similitudes en la historia
En Cuba, Guáimaro libre, se pareció a esos pueblos antiguos, que no se dejaron someter al Imperio español. Fue sitio amoroso y noble, de gente trabajadora y modesta, dado a la poesía y al canto, de juntarse las familias a tertuliar y a compartir alegrías.
Poblado donde nació la República en Armas, el cargo de Presidente de todos los nacionales, la consagración vitalicia de las dos banderas de la libertad y la que sería la Nacional, donde quedó aprobada la Cámara gubernamental que guiaría la guerra y la paz, y el lugar del que saldría electo el general en jefe del Ejército Libertador. También el escudo de la República y el Himno de Cuba. Y no quedaría desprovista de pasión y amor la primigenia de las constituciones del período bélico que estallara con el abogado Carlos Manuel de Céspedes a la vanguardia de los de Bayamo, ese 10 de octubre de 1868; la carta magna que inspiraran los aires de libertad, igualdad, justicia y derechos a los que se aspiraba en coyuntura tan animada de la lucha, —mucho pedir los patriotas verdaderos—, cuando aún una gran parte de la Isla-archipiélago no tenía soberanía absoluta por estar regida por la administración colonial.
Esta vez el pueblo de Guáimaro valía, su opinión y criterio libre era escuchado en mítines en la plaza pública, adornadas con banderas para festejar el comienzo de la “Convención Constituyente”.
¡Qué dicha la de haber sido la cuna de la Asamblea Constituyente! ¡Que dicha verle nacer a Cuba la criatura de la República!
Guáimaro era su nombre ancestral, de cuando los aborígenes poblaron su territorio, villorio de cuando esos primeros pobladores resistieron junto a los venidos de Bayamo la embestida de la hueste guerrera capitaneada por Pánfilo de Narváez y Diego de Ovando con sus cincuenta jinetes y cien infantes.
Guáimaro es orgulloso porque tiene historia y patrimonio, y sentimientos propios, e identidad criolla aportadora al etnos insular y antillano.
Con tanta historia de larga duración y tantos partos de dicha con el nacimiento del Estado-nación, no podía ceder a España esos lauros y trono republicano. Sólo la autoinmolación del pueblo-nación podría ser capaz mutilar y acallar esa grandeza, nunca cediendo nada al Imperio español representado en la persona del Mariscal de Campo Eusebio Puello y Castro, que se le venía encima seguido por fuerte columna armada para profanarle y arrebatarle esa gloria.
Ante la amenaza, —como si tratase de soldados de la Roma sedienta de gloria y poder—, no había que dilatar entre “cabildeos y torpes dilaciones”, y menos entre lágrimas, la decisión apremiante: incendiarlo todo, menos el espíritu de la ley y la República.
El general en jefe del Ejército Libertador Manuel de Quesada Loynaz indicó al comandante de la plaza Manuel de Torres, iniciar los preparativos para que las llamas se alzasen al cielo del Camagüey para asombrar a los hispanos y para hacerles saber de la grande dignidad de los guaimareños, la misma de todos los cubanos en pie de lucha por la libertad.
Ese día pueblo dio muestras de patriotismo ferviente, y se fue al monte, al Berrocal, a Santa Lucía, y a otras haciendas, sin mirar atrás. Atrás crujían las maderas de las poco más de doscientas casas, de las que quedarían solo fragmentos de ladrillos para conservarlas sus habitantes cual trofeo del sacrificio.
Al amanecer del lunes 10 de mayo, el Mariscal Puello al frente de la tropa montada echó su mirada por encima de las ruinas humeantes de la estación del telégrafo; la iglesia donde sermoneara el teniente de cura don Alonso Fruto; la casa del billar; la de la familia del colaborante José María García en la calle de Las Damas, cedida por él para la Asamblea Constituyente; y de la de los Ganfaus Palomares, familia amiga del marqués Salvador Cisneros, presidente de la Cámara de Representantes. Todo era cenizas ¡Qué lección tan heroica daba el pueblo al tirano!¡Como a Hispania la tan anhelada provincia de Cayo Julio César, a Guáimaro no pudo ultrajarle la honra el Mariscal español! ¡Con esa demostración de coraje de los guaimareños, cabe suponerse que tampoco Roma lo hubiera logrado!
Ese pueblo de ayer y de hoy es espartano, es digno de Cuba como digna fue su resolución de la quema de su patria chica antes de dejarse humillar por el enemigo.