Las Ordenanzas de Construcción de Puerto Príncipe en 1856

Foto: Archivo OHCC
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Por: Henry Mazorra Acosta

El tópico de las Ordenanzas de Construcción o Reglamentación Edificatoria, como también se le conoce, es un tema de vital importancia para comprender el desarrollo de la arquitectura cubana del siglo xix. Los sucesos relativos al asunto tuvieron matices particulares en cada ciudad de la Isla, y por lo tanto requieren de análisis específicos para cada contexto urbano. Los estudios concernientes a las reglamentaciones para “Edificios”, establecidas en 1856 para Puerto Príncipe, son prácticamente nulos.

Las aproximaciones existentes identifican este compendio de leyes como un hecho cerrado, definitivo y de radical transformación de la realidad urbano – arquitectónica de la época. Igualmente, y partiendo de esta errada postura, las “Ordenanzas” son referenciadas por diversos autores con la intención de soportar hipótesis respecto a la evolución de la arquitectura camagüeyana.

Las fuentes documentales relativas al proceso de puesta en marcha de las Ordenanzas de Construcción en Puerto Príncipe demuestran que dicho documento fue un paso importante en el anhelo de controlar el progreso urbano – arquitectónico de la ciudad, pero nunca significó un hecho concluyente. Los acontecimientos que sobrevinieron a este momento demuestran que solo constituyó un punto de partida y que este conjunto de reglamentos se iría transformando y ampliando constantemente al contacto con la realidad.

La regulación de la actividad constructiva en Puerto Príncipe no comienza con las Ordenanzas promulgadas en 1856. Antes de esta fecha, aunque no existían leyes que reglamentaran las transformaciones constructivas, se debía solicitar autorización al Ayuntamiento mediante descripción escrita de las obras a realizar. Asimismo, desde el siglo xviii existía el Alarife público, el cual se encargaba de verificar y dictaminar cada solicitud de construcción.

El 8 de octubre de 1856 se aprueban las Ordenanzas Municipales para Puerto Príncipe. Este documento contaba con trece capítulos, entre los cuales el capítulo noveno, con el nombre “Edificios”, estaba dedicado a los temas de la actividad constructiva en la ciudad. En el Cuaderno de Historias Principeñas 8 he transcrito el contenido íntegro del mismo.[1]

El capítulo en cuestión tiene un enfoque definitivamente ético y no se extiende en lo estético. Por esto se le puede otorgar un carácter influyente en el diseño arquitectónico, pero nunca determinante. Lo primero que garantiza el Ayuntamiento es que no se acometa ninguna obra sin la presentación por anticipado de la respectiva documentación gráfica. Este es sin duda el mayor paso de avance en cuanto a la pretensión de regular el diseño arquitectónico.

La evaluación y aceptación de las propuestas las realizarán el Alarife público y la Comisión de Ornato. Durante esta etapa, el cargo de Alarife público siempre fue ocupado por maestros de obra o simples albañiles, cuya formación gremial los había dotado de valiosos conocimientos sobre las cuestiones técnicas de la arquitectura; sin embargo, carecían de instrucción teórica y rigor estético para componer o evaluar las obras. De este modo, las personas con un mínimo de formación en cuestiones de los contenidos artísticos de la arquitectura decidirán qué está correcto o no.

Los artículos que se suceden muestran inobjetablemente el desinterés por las transformaciones del espacio arquitectónico, evidenciando la intención sobre la expresión externa de la arquitectura y no sobre su configuración interior. Se dejan definidas las funciones del Alarife Público, que están mayormente indicadas a velar por la seguridad estructural de los edificios, la delimitación de los terrenos, las líneas de las calles y otras cuestiones funcionales como la colocación de banquetas (quicios), pero nunca se comenta si debe velar por el correcto seguimiento de aspectos compositivos de la fachada u otros detalles estéticos.

Queda de manifiesto la preocupación por mejorar la calidad de las nuevas construcciones e ir eliminando aquellas de materiales menos duraderos y poco resistentes que consecuentemente afeaban la ciudad. Se patentizan claramente las pretensiones de lograr una ciudad de buen aspecto, eliminando toda situación que evidencie ruina y espacios sin uso.

Las Ordenanzas de 1856 no aportan un conjunto de parámetros o reglas en relación con la expresión estética de las fachadas. No aparecen referencias estilísticas, ni en cuanto a dimensiones o composición en general. No soportan un análisis desde el punto de vista arquitectónico porque no están concebidas en ese sentido. Sus zonas débiles no tardarían en mostrarse a partir de su contacto con la realidad, como hemos demostrado en el artículo antes referenciado. Si a esto se suma que su condición de ley la expone a un proceso lento de asimilación, resulta muy difícil establecer las Ordenanzas como punto de giro en la evolución del diseño arquitectónico.

La arquitectura, como suceso cultural, siempre estará condicionada por disímiles factores y difícilmente pueda definirse su comportamiento a través de un cuerpo legal. Aunque las reglamentaciones arquitectónicas que promovieron las Ordenanzas de 1856 significaron un paso de orden en el desarrollo urbano – arquitectónico de Puerto Príncipe, la verdadera importancia de este manuscrito radica en la manifestación de las aspiraciones de la sociedad decimonónica principeña en cuanto a su entorno construido. Una historia inacabada, porque muchas de estas pretensiones continúan siendo anhelos de los camagüeyanos del siglo xxi.

[1] V.: Henry Mazorra: “Las ordenanzas de construcción y su repercusión en la arquitectura decimonónica de Puerto Príncipe.” en Elda Cento (comp.): Cuadernos de historia principeña 8.

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