Las tribulaciones del oidor Manso de Contreras

Foto: Cortesía del autor
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El oidor Francisco Manso de Contreras, de la Audiencia de Santo Domingo -Primada de América- arribó soberbio y acompañado por 40 hombres a Santa María del Puerto del Príncipe.

Llegó con los vientos de cuaresma, decidido a encausar a quienes practicaban el contrabando, una plaga sin tapujos con mercaderes que anclaban sus barcos cerca de las costas para burlar el pretendido férreo control del Cabildo en el comercio con territorios ultramarinos.

Ropa, zapatos, tejidos, vinos, instrumentos de trabajo, armas, pólvora, ornamentos y especias eran solo algunos de los productos del tráfico ilícito procedente de América y Europa.

Las ventas de los vecinos incluían productos como cueros salados, tasajo, tocino, manteca, sebo de vacuno, queso y casabe.

Una legión de traficantes se ocupaba de distribuir las mercancías solicitadas por encargo a los vendedores o las que ellos ofrecían sin solicitud, y la comercialización se efectuaba a domicilio -por pregones públicos, y en tiendas y otros negocios- así como envíos a otras localidades del interior del país.

El Oidor llegó con referencias acerca del elevado volumen del comercio de rescate, pero la realidad lo desencajó.

No era necesario investigar mucho, porque las huellas del contrabando estaban tan evidentes como el sol de agosto. No obstante, Manso de Contreras mandó a indagar la verdadera magnitud de la violación, y recibió una enorme lista de involucrados manifiestos y presuntos.

El visitante quedó estupefacto, porque hasta funcionarios públicos y otras personas también notables se beneficiaban del contrabando, como el alguacil mayor, Antonio Silveira de la Cerda., el escribano público y del Cabildo Silvestre de Balboa., Hernán Sánchez Mexia., Pedro de la Torre., Baltasar de la Coba., y Teresa de la Cerda, hija de Vasco Porcallo de Figueroa.

Los militares de la corte del Oidor, que eran mayoría en el grupo, citaron a los acusados para las audiencias, con la amenaza de que si no concurrían podrían afrontar hasta la pena de muerte.

El día del inicio de las entrevistas, Manso de Contreras se levantó temprano y con una navaja sevillana se perfiló la barba, hirsuta, rala y con algunas canas.

Miró por la ventana de la habitación y vio sobre una piedra negra en el patio a tres sapos enormes sobre un manto rojo con orlas doradas.

No le agradó la escena y pensó en un mensaje de mal agüero, pero hizo la señal de la cruz para espantar suposiciones oscuras y con el escribano Gracián Núñez a la derecha, y a la izquierda José Oñate, jefe de la tropa, se dirigió al cabildo, sede de los interrogatorios y del acto oficial de las acusaciones.

Distribuidos en 10 grupos -a razón de uno por día- los imputados debían comparecer en el inmueble, que a pesar de la distribución por jornada estaba repleto diariamente de acusados de ejercer el comercio de rescate.

Fueron 10 días de preguntas capciosas, amenazas y reprimendas, y todos los encartados, excepto uno, interrogado en la sesión final, reiteró la negativa de haber delinquido.

Manso de Contreras recibió la respuesta como un cañonazo e intentó ganar todo el combate.

Se serenó y convidó a Hernán Sánchez Mexia a explicar su supuesta inocencia.

El hombre alegó que soñó durante 20 noches seguidas con una petición divina: donar a la parroquial mayor cálices y candelabros de oro, manteles de holán cambray, y una imagen de la virgen María.

Eso, según confesó, lo obligó a vender a los contrabandistas cueros salados, tasajo, queso, y otros productos para encargar a San Cristóbal de La Habana las solicitudes celestiales.

El oidor pensó en una treta y requirió la presencia del cura del referido templo. –¿Este tipo de milagro puede ser verdad?, le preguntó al prelado, quien temeroso de negar la existencia de los milagros, respondió que sí.

Hernán Sánchez Mexia fue exonerado, pese a la farsa del sueño.

Manso de Contreras leyó las actas contra los demás acusados, escritas en un grueso libro negro, y se encomendó al Señor para proceder.

Sacó cuentas y la cifra de encartados resultó escandalosa.

Ese día por la noche soñó con el pasaje bíblico acerca de la sabiduría del rey Salomón y reparó en que tenía que enviar a juicio a una multitud de principeños.

Detuvo el proceso judicial y regresó abatido con sus 40 acompañantes.

Las campanas de la Villa tocaron a rebato apenas partió la comitiva, bajo una llovizna atenaceada por los vientos de cuaresma.

El Oidor quiso justificar su decisión y le notificó por escrito a la Audiencia Primada de América, en Santo Domingo, la masiva situación del comercio de rescate en Puerto Príncipe.

En sus reflexiones calificó a los implicados de los más desleales y rebeldes vasallos que han tenido el rey ni príncipe en el mundo, además de considerar que para ellos no hay cosa más aborrecible que la voz del Monarca y de sus ministros.

Felipe III fue sacudido por el informe, pero perdonó a los acusados.

Ni esa benevolencia oportunista detuvo a los violadores de la ley, y la Villa continuó convertida en un santuario del contrabando.

 Fuente:

– Tomado del libro “De lo que fue y pudo ser en Santa María del Puerto del Príncipe”, en el cual convergen la realidad y la ficción.

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