Nuestro eterno Caballero

Foto: Cortesía de la autora
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Estaba segura tendría que escribir sobre él, pero no me decidía. No lograba hilvanar ideas como para hacer un comentario, pues venían muchos recuerdos, se agolpaban, otras veces se iban, hasta que, finalmente estoy tratando de organizar un tanto mi archivo emocional; pues de eso se trata justamente, de las intensas emociones que pude sentir cada vez que lográbamos un proyecto conjunto, una comunicación o simplemente un intercambio de opiniones.

Obligatorio recuento

No recuerdo exactamente el año, pero todo comenzó con la invitación hecha por el director de la Oficina del Historiador de nuestra ciudad, José Rodríguez Barreras, a almorzar en una de nuestras instituciones: la Casa Natal de Carlos J. Finlay, visita obligada que se agradecía infinitamente por cada invitado que teníamos; pues para nadie es un secreto reúne muchos valores, no solo históricos, sino también arquitectónicos, y por su puesto científicos, y que cada día que pasa, va adquiriendo mayores valías.

Con este hombre pudimos conversar, compartir. Con él y con su familia incluso, pues nos propició ese privilegio, algo que agradezco sobre manera, pues, contrariamente a lo que tal vez muchos piensen, no lo ofrecía a todo el mundo, sólo a quienes apreciaba y distinguía.

Los mensajes que intercambiábamos en varios momentos y fechas significativas del año, eran seguros y esperados; pues se convirtieron en hábito, y son guardados por mí como una reliquia, que a veces leo y releo, resistiéndome a creer que ya no habrá nunca más esa reciprocidad, porque ya no está físicamente. Entonces es cuando prefiero pensar que se encuentra de gira por alguno de los tantos países del mundo que lo acogieron a él y a su agrupación con agasajos permanentes, y por eso no puede responder como atenta y afectuosamente lo hacía.

¿Cómo no comportarse de ese modo si era un Caballero? No solo del son, ese que defendió a capa y espada y que gracias, en buena medida a su gestión, logró se dedicara el 8 de mayo como el Día del Son cubano y continuaba luchando para que la UNESCO lo declarara como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

Recuerdos imborrables

Imposible no pensar en él cuándo se hable en Camagüey del “Conjunto Artístico Arlequín” y su danza, de “Soneros de Camacho”, agrupación que dirigió su padre Nené hasta casi el fin de su existencia, de la “Fiesta del Tinajón”, evento que soñó despierto, fabricó y logró hacer un verdadero símbolo para nuestra tierra, esa que el primer día de septiembre lo lloró, después de haber aguardado durante días, mejores noticias.

Imposible también resulta acostumbrarse a no oír en vivo su voz cuando aluda a su madre Rosa Zayas en el tema emblemático que pocos cubanos, y hasta extranjero no podemos dejar de echar un pasillo, cuando lo escuchamos. Imposible será no verlo en los conciertos que gratuitamente regalaba a esta ciudad cada vez que podía y tenía una oportunidad.

Pero, como también les he dicho y reitero, me resisto a creerlo, por eso, cuando paso por la calle República, por el local que un día fue bautizado como “El rincón del Caballero”, en su honor y que años más tarde le fue cambiado por “El rincón de la música”; me lo imagino allí, como tantas veces, entrando y saludando a su paso a todo el que se le acercaba, e invitándolos a ver su tanda del San Juan en la calle Padre Valencia, en el cabaret de excelencia, que también, gracias a él fue rediseñado.

Entonces respiro, y sigo mi camino, con la certeza de que este pueblo continuará siempre fiel al amor y cariño que él, Adalberto Álvarez Zayas, le profesó.

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