Salvar(nos)

Foto: Archivo OHCC
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Escrito por Lourdes María Mazorra López

Foto: Maylen Rodríguez

Reservorio de un rico patrimonio cultural, parte integrante de la vida de la ciudad desde su surgimiento, el Cementerio General de Camagüey conjuga el ser/pensar en disímiles contextos históricos de quienes han habitado y habitan esta urbe de más de 500 años.

La necrópolis es la extensión – detenida y a la vez cambiante – de una ciudad cuyas formas originales han mutado, y al mismo tiempo han quedado eternizadas en la arquitectura, el arte, la historia, las leyendas y tradiciones de la ciudad de los muertos, donde el dolor y sentir humano en sus infinitas formas, permitieron la perpetuidad de ciertos elementos imprescindibles para nuestro devenir.

Entre ellos, sus valores artísticos y arquitectónicos, numerosas esculturas que corresponden a diferentes estilos, principalmente al ecléctico, con marcada influencia neoclásica; diversos tipos de cruces, faroles y sepulcros construidos con mármol y granito; además de las composiciones literarias inmortalizadas en los epitafios, como el de Dolores Rondón, posiblemente el más conocido.

Pero más allá de este patrimonio legitimado como exponente fiel de determinadas tendencias culturales; a mi entender, el verdadero carácter imprescindible de la necrópolis principeña está en la huella de generaciones que desde el anonimato, y paralelo al desarrollo arquitectónico “puro”, edificaron un “otro” cementerio carente de altos valores, “pero con una carga simbólica y sentimental válidas a la hora de conservar, tanto para el monumento imperecedero por la presencia de algunas personalidades y hechos, como el simple símbolo de respeto y amor” (Mabel Chao…)

La génesis del cementerio camagüeyano se remonta a los finales del siglo XVIII, cuando en el año 1790 se solicita al Cabildo un camposanto en los espacios correspondientes a las iglesias de Santa Bárbara y del santo Cristo del Buen Viaje. Pero su construcción logra ejecutarse en el XIX, con la adaptación de dicho espacio para cementerio de la ciudad. Fue bendecido y abierto al público el 3 de mayo de 1814, en el actualmente conocido como primer tramo.

Luego de su inauguración se sucedieron varias ampliaciones, en función del crecimiento demográfico y epidemiológico de la villa. Quedó así conformado el cementerio actual, el más antiguo del país que aun se encuentra realizando servicios necrológicos en su totalidad.

Todas estas condiciones, lo excepcional y relevante de sus valores, la convierten en uno de los sitios culturales a preservar por la ciudad; donde además, “se concentran una pluralidad de componentes auténticos, atractivos y culturales no hallados en ninguna parte de la región y sirve como centro de referencia para historiadores, investigadores y para el pueblo en general” (Isabel)

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