El Camagüey -¿del aruaco yamanigüey?- fue reemplazado por Puerto Príncipe. La región se hallaba limitada por los ríos Las Cabreras y Jobabo por el este, y el Jatibonico por el oeste. Fueron los aborígenes quienes dieron nombre a su hábitat: árboles, sitios agrícolas y de caza y pesca, y de presencia aurífera. Así formaron sus creencias, sus imaginarios, costumbres y tradiciones. Los españoles colonialistas hicieron parecido, tal vez, imitándole.
La villa principeña
Al nuevo emplazamiento de la villa camagüeyana en el centro regional después de la socorrida mudanza, desde la aldea nativa en Caonao, le nombrarían los vecinos hispanos Puerto Príncipe, a pesar de ubicarse muy distante del litoral norte de la “provincia yndia”.
Esa villa era nueva, empero emplazada ahora entrerríos cuyos hidrónimos procedían del tronco etnolingüístico aruaco y que designaban «Hatibonico» y «Tínima». A los de la hueste aventurera y sedienta de oro capitaneada por Pánfilo de Narváez y el teniente ayudante Diego de Ovando, seguidos a distancia prudente por Fray Bartolomé de Las Casas, no les importaba el significado de las voces Jayamá, Camujiro, Jigüey, Canabacoa, Guáimaro, Sibanicú…
Fue a partir de ese año 1528 que el cabildo “fantasma”, de reducida composición y con apenas 14 vecinos (hispanos) y algunos “estantes” para dirigirlos, -ya que los “indios” no eran comprendidos en el colectivo humano-, se adueñó de su espacio ancestral. La tradición escrita y oral refiere que el entorno del “Corojo” cercano al Hatibonico fue ocupado por los padres franciscos, dándose paso al barrio de san Francisco, en 1599. Otro tanto debió ocurrir hacia el “barrio de la ermita de la Merced”, a cuyo frente se desarrollaba una siembra de “matas de guayaba”, que no debieron plantar los burócratas cabildarios.
Pareció suceder lo mismo a la Plaza Mayor, en que fuera levantada iglesia nueva de piedras y madera, en 1544, presumiblemente, suplantándose el topónimo aborigen de vieja data que pudo marcar el entorno por el de Plaza de la iglesia Mayor.
De esos mismos espacios sin diseño ni traza geométrica perfecta en este período, salieron las primigenias callejas o senderos de comunicación hacia diversos lugares, los que serían nombrados de modo popular y arbitrario: “la calle que va a los ejidos”, “la calle que se dirige al Paso Real”, “la calle que va al Rio”, “el Paso Real de la Caridad”, “la calle que viniendo de la iglesia Mayor va a la Ermita de san Francisco”, “la calle del Colegio de los Padres Expulsos”, “la calle de la Reina que va a Ticuinicú”, “la calle que va a Nuestra Señora de Loreto”, “la calle que llaman de la Carnicería Vieja”, “la calle de la casa de Azotea”, “la calle que va al Paso del Caimán”, “la calle del Calvario”…
La toponimia y la identidad urbana
A la toponimia histórica del Puerto Príncipe de primeros siglos coloniales, el nuevo Camagüey le reemplazaría por acto soberano de voluntad popular con nuevos nombramientos derivados de personalidades y de sucesos de gran significado para la formación de la identidad regional de nuevo tipo; para la formación de nuevos imaginarios y de valores culturales superiores, con fuerte arraigo a la historia regional y dentro de ella a las luchas de emancipación.
Había fenecido el mandato del Régimen absolutista español en la Isla-archipiélago cuando el nuevo ayuntamiento de mayoría criolla cubana, encabezado por un ex general de división que peleara por órdenes de Máximo Gómez, el 13 de febrero de 1899, haría aprobar de modo oficial el cambio de nombre de las históricas Plazas de la Iglesia Mayor por Plaza “Ignacio Agramonte Loynaz”.
El caudillo regional que liderara un ejército regional y a decenas de parientes y amigos por tal de lograr la independencia de Cuba. Eso solo bastaba para que la plaza principal de su ciudad natal llevase su digno nombre.
Igual decisión consensuada adoptaría el consejo para renombrar la plaza de san Francisco de Paula por el del Lugarteniente general del Ejército Libertador Antonio Maceo Grajales, nombre que se extendiera a dos tramos de la antigua calle de san Pablo llamada “del Comercio”.
Y como merecía más el Mayor General del Oriente cubano muerto en combate por la independencia, el 7 de diciembre de 1896, el Centro Territorial de Veteranos de la Independencia quiso que se levantase al centro de la plaza donde mismo estuvieron las “Casas Capitulares” colonialistas, el busto de bronce realizado en La Habana con el rostro y mirada retadora del Lugarteniente, que salvó el honor del mambisado con su contundente declaración de continuar la lucha dicha al astuto adversario Arsenio Martínez Campos, en Mangos de Baraguá, el 15 de marzo de 1878.
No solo fue asunto interpretado por el arte, su gallarda figura y pensamiento intransigente quedaría impreso en la memoria colectiva del Camagüey; como Ignacio Agramonte se extendiera desde el parque de su nombre a la calle del Santo Cristo, para suplantar al del monarca español Alfonso XII.
El Camagüey siguió cambiando, en algunos casos no lentamente, no fue tan “conservador”. Las plazas fundacionales del poblado en que quedaron los nuevos testimonios del arte, resultaron resignificadas con la irrupción de estilos arquitectónicos renovadores que le embellecieron, como el art déco, el art nouveau, y el eclecticismo.
La urbe reemplazaba nombres antiguos por el de dignas personalidades, reconstruía teatros, echaba abajo casas de “embarrado y guano” en la periferia, se modernizaban alamedas, calles iluminadas con sistema de “arco voltaico”, la novedad del tranvía eléctrico…
El paisaje-urbano-histórico comenzaba a retar al arcaico pasado de tipo feudaloide español. La ciudad comenzaba a parecerse más a su tiempo histórico, y su gente también. Una nueva identidad se abría paso con nuevos valores y signos de cierta “modernidad”. Y ese reto por el futuro próspero y sin perderse lo autóctono ni rasgar la historia no se detiene…