La villa de Puerto Príncipe reunía en su recinto urbano una docena de edificaciones arquitectónicas de gran calibre construidas en el siglo XVIII, entre las que contaban casi idéntica cifra de iglesias en cuyas naves interiores, bajo cuyos altares y en otros sitios, eran sepultados sus fieles, lo que traía molestias y otros inconvenientes para el culto y demás actividades eclesiales.
Vino a significar una discreta señal de “progreso” favorable a la higiene. En terrenos ocupados por quintas de casas rústicas, algunas con siembra de naranjas de China, un piñal, tres palmas reales, malezas, y una laguna, sería ese el espacio cedido por el cabildo regional para construir el Campo Santo citadino, que tendría por antecedente el pequeño «cementerio de santa Bárbara», abierta detrás de la primigenia ermita erigida al santo Cristo del Buen Viaje, al oeste de la villa, en espacio que se haría rodear de viviendas, establecimientos de expendio, plaza pública y de calles y callejuelas estrechas y polvorientas que facilitarían la salida de la villa en dirección a varias casas colgadizos dispersas y quintas de recreo y cultivos.
El Campo Santo sería ampliado hacia la calle san Luis Beltrán, 1839, por causa del incremento de las defunciones originadas por el cólera morbus. Tendría otra ampliación hacia 1862.
Para la fecha varias de sus bóvedas y panteones pertenecientes a familias de la oligarquía criolla se hallaban adornadas con figuras del arte funerario realizadas en mármol blanco de Carrara. Nadie profanaba el sagrado recinto, a pesar, que en determinados períodos, ante la carencia de financiación, el Cementerio General permanecería en total estado de desatención y carente de limpieza e higiene.
Algunos cadáveres eran echados a la puerta por no poder pagar los familiares del finado el real por sepultura. Caballos pastando en su crecida hierba, perros rondando cadáveres, fosas abiertas y malolientes, entre otras anomalías parecían no tener solución por el mayordomo ni por el ayuntamiento.
La villa, el cementerio y el progreso.
Los primeros lustros del siglo XIX evidenciarían la capacidad de los pobladores de Puerto Príncipe para emprender el progreso material de la villa. Apertura de nuevas escuelas de primeras letras para varonas y hembras, refacción de arcaicas iglesias y conventos, creación de la sociedad El Liceo, creación de teatros, ampliación de espacios públicos, construcción o reconstrucción de centenares de viviendas, empedrado de calles y plazas, ampliación del comercio marítimo, incremento de la red de caminos entre fincas rurales, propuesta de construcción del primer ferrocarril, entre otros proyectos, muestran a las claras las proyecciones de la poderosa oligarquía criolla principeña, empeñada en equiparar a la villa principeña con la capitalina habanera y con otras villas del Caribe.
El cementerio del Camagüey no sería un terreno silencioso, relegado y sombrío solo para ir a llorar a los difuntos, dejados en fosas o sepulturas a merced de elementos de su destrucción y desaparición. Monumentos, calles interiores, jardinería, Sala de Profundis, herrería, mármoles, panteones, entre otros elementos, debían disponerse para acoger con beneplácito aún en momentos de dolor a todo tipo de visitantes que acudieran al sagrado recinto.
La ciudad, el progreso económico, material y cultural general debían tener proporcionalidad. El título de ciudad y otros atributos reales conferido por el monarca español Fernando Séptimo, en noviembre de 1817, hizo evidente en el diseño de su corona ducal y los dos globos plateados que integraron su escudo esa regularidad dentro de la diversidad del etnos regional.
Puerto Príncipe bien cierto era que contaba con muy buenas edificaciones desde el siglo XVIII; varios sus vecinos con blasones de nobleza, como los marqueses de santa Lucía y Santa María, y el conde de Villamar; región poblada de muy buenos hatos de ganado mayor que servían para invertir el dinero de sus ventas en nuevas construcciones de viviendas en la ciudad, como el grandioso edificio del Regidor Lic. Tomás Pio Betancourt, auténtico y riquísimo oligarca citadino de marca mayor.
Y el Cementerio General no podría ser menos que la urbe en identidad, cultura y patrimonio; salubridad, higiene, muestrario de arte, epitafios, facilidad de acceso y ornato. En definitiva, vendría a ser la última morada de los difuntos, y lugar para las eternas honras y evocaciones de los seres amados del Camagüey Legendario.