Un abogado sobresaliente

Foto: Tomada de internet
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Día de triunfo.

Fue el 8 de junio del año 1867 que el estudiante de Jurisprudencia Ignacio Agramonte Loynaz obtuvo la nota de Sobresaliente, tras vencer el examen a viva voz ante catedráticos, en opción al Título de Licenciado en Derecho Civil y Canónico en la Real y Literaria Universidad de La Habana. Tres días después fue investido en ceremonia estudiantil ante sus propios compañeros de aulas y profesores. Lucía impecable, vistiendo toga y birrete. El diploma bien sujeto en la mano después de serle entregado por el Rector universitario.

Después, el viaje en el buque de vapor que le traería de vuelta al Príncipe a estrecharse con sus seres más queridos, que ya aguardaban por él en la casa marcada entonces con el nro. 18 de la calle San Juan, actual Avellaneda nro. 63. Al paradero del ferrocarril de Nuevitas a Puerto Príncipe de seguro fue a esperarle su hermano Enrique Valeriano y su amado y “bueno papá”, el Lic. Ignacio Francisco Agramonte Sánchez-Pereira. La alegría de las vacaciones pasaría rápido, porque el abogado retornaría a La Habana a ejercitarse en el bufete de su amigo y profesor en el barrio capitalino de Guadalupe, y a matricular por la continuidad de estudios para alcanzar el doctorado.

En el Príncipe, en la “Quinta Simoni”, la novia Amalia Simoni aguardaría fielmente por su retorno triunfante, aunque con nostalgia.

 

El desempeño justiciero.

Tramitaciones, defensas a litigantes, entre otros asuntos de bufete fueron librados con eficiente desempeño por el letrado del Camagüey. En esos menesteres, al venezolano José María Aurrecoechea e Irigoyen, sumaría entre sus predilectos amigos, por tener coincidencias de pensamientos políticos respecto al problema de Cuba. Luego se sumaría a la guerra por la independencia. Otros amigos ex estudiantes universitarios, vendrían tras él a pelear al Camagüey.

De regreso al terruño, Ignacio Agramonte contrajo matrimonio con su idolatrada. A seguidas, anteponiendo el deber supremo, dejaría el lecho nupcial para lanzarse a la batalla por la obtención de la libertad, los derechos y la democracia verdadera. Vendría la importante reunión del Paradero de las Minas, en 26 de noviembre de 1868, en la que abortó la conjura traidora del primer simulador y traidor del movimiento revolucionario, salvando de ese modo la Revolución en el Camagüey. Hizo justicia. A esa seguiría, en Sibanicú, el 9 febrero de 1869, su actuación para subrayar la abolición total e incondicional de la esclavitud y el desmantelamiento de la vieja estructura de poder colonial, entre otros importantes señalamientos para alcanzarse la independencia plena. Volvía a ser justicia.

Luego el caudillo del Camagüey llegaría a la Asamblea de Guáimaro, en abril de 1869, para redactar el cuerpo de la carta magna de la República liberal radical. Parecía pensada desde los días universitarios. Volvía a hacer justicia. Ya suscrito ese importante documento, primero de nuestras guerras de emancipación, el abogado y guerrero pidió al Presidente Carlos Manuel de Céspedes, electo en ámbito democrático, asumir el mando total de la campaña militar en el Camagüey, cuando ya era cubierta su geografía por las tropas enemigas.  Quería imponer justicia y no perderse la utopía de la libertad.

No hubo un día en que el Mayor Agramonte dejara de influir desde su radiante humanismo y desde el poderío de la ley que tanto defendía, para que sus soldados ganaran amor a la patria y para ganarle a ella la absoluta independencia. Su trayecto militar hasta caer en combate en Jimaguayú fue eso, su batalla para lograr un país de justicia mayor.

Ese proyecto sigue adelante en la Cuba revolucionaria actual.

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