Desde los primeros lustros del siglo XVII los criollos principeños buscarían romper el cerco comercial y administrativo colonial, que apenas permitía el tráfico La Habana-Cádiz, y abrirse paso al desarrollo para reconfigurar la economía de la macro región camagüeyana; extendida geográficamente por el oeste con el rio Hatibonico y hasta el Jobabo y Las Cabreras por el este de la Isla–archipiélago.
Los disensos con la gobernación irían in crescendo en esa centuria. Un siglo después, las contradicciones con la élite criolla habanera, privilegiada por el Gobierno capitalino, plantearían nuevos desafíos a los criollos de Puerto Príncipe. El comercio libre de cueros fue la opción privilegiada que abriría a gran escala las fronteras regionales, pretendiendo que con dicha actividad irregular se lograra el desarrollo regional.
El Camagüey lo lograría con mucho esfuerzo y trabajo, a pesar de la terquedad del gobierno centralizador y absolutista español, que no dejaba oportunidad de prosperidad y mayores libertades al complejo regional camagüeyano. Empero el siglo XIX facilitaría derrochar las riquezas acumuladas de siglos por la oligarquía hatera, los cabildarios y los ricos comerciantes principeños, todos entremezclados familiar y administrativamente. Esa sería la coyuntura favorecedora del traslado a la villa de la Real Audiencia procedente de Santo Domingo; del surgimiento de la filial principeña de la Sociedad Económica de Amigos del País; de la filial de la Real Compañía de Comercio; de los intentos del francés Jean Louis Cabanis por crear el Jardín Botánico, del aula de Astronomía y el colegio Médico; de la creación de La Filarmónica; del estreno del Teatro Principal; de la Sociedad Popular de Santa Cecilia; del Colegio de Jurisprudencia Práctica; de la inauguración del Colegio Calasancio; de la pretensión de apertura de la primera Universidad; de instalar la tercera silla episcopal u obispado católico…; y de la creación del Instituto de Aplicación de Puerto Príncipe.
Un poco de historia: creación de Instituto
El 1ro de junio del año 1864 la Junta de Instrucción Pública de la Isla, según Real Orden de 19 de enero de ese mismo año, concedió la creación del Instituto de Aplicación a la ciudad de Puerto Príncipe. Más tarde, el 30 de octubre de 1865, le sería concedido el nombramiento de Instituto de Segunda Enseñanza para poder ampliar los estudios de Aplicación.
El 10 de octubre de 1864 los primeros 29 pupilos entraron a las aulas en la casa esquinera de la calle San Diego y Reina, plantel regido por el Dr. Delmonte y Garay. Pero pronto interrumpiría el colegio sus clases por partir varios de sus alumnos y profesores a la Guerra de los Diez Años. En la República neocolonial, dado el progreso e importancia de los estudios de segunda enseñanza, el Gobierno asignaría un presupuesto para construir un nuevo edificio, el que entre inconvenientes y retrasos del proyecto por fin fue levantado en los antiguos terrenos del Campo de Marte, aledaños al Parque Casino Campestre. Este nuevo recinto sería inaugurado el 10 de octubre de 1928.
Un revelador discurso…
Precisamente por su importancia estratégica e histórica y por su proyección de futuro, vale que citemos algunos fragmentos del discurso inaugural que pronunciara en la solemne sesión de apertura del Instituto de Aplicación de Puerto Príncipe (el 10 de octubre del año 1864), el Licenciado en Jurisprudencia y catedrático de Economía Política, Derecho Mercantil e Internacional, Fernando Betancourt y Betancourt; pieza oratoria que fuera publicada por la oficina tipográfica «El Fanal»:
“(…) He creído de mi deber tomar la palabra para desvanecer algunas dudas que ecsisten (sic.) entre nosotros en cuanto a la naturaleza y objeto del Instituto, y disponer las opiniones para que todos coadyuven al bien que con él nos ofrece el Supremo Gobierno.[1]
Por las antiguas leyes nuestro sistema de instrucción pública se reducía a unas pocas escuelas de primeras letras en la ciudad, cátedras de latinidad y filosofías en los conventos, los Seminarios y la Real y Pontificia Universidad de la Isla (La Habana), donde se estudiaban las facultades de Filosofía, Teología, Jurisprudencia, Medicina, etc. Con el tiempo se aumentaron las escuelas de enseñanza primaria y superior, extendiéndose a los partidos rurales, donde podían aprender las primeras letras los niños de ambos sexos.
Faltaban entre nosotros los establecimientos de educación intermedia, esos establecimientos que no se reducen a enseñar a leer a la multitud, sino a hacer de modo que no se pierda un solo talento, poniendo a cada uno en su lugar y dándole el grado de instrucción correspondiente. En otra parte del discurso refería el ilustrado principeño: “Porque la Educación Pública no es para el bien único de la familia, sino para el bien de la patria, sometido al bien general de la humanidad. De otro modo se turbaría el orden, y se perjudicaría ese bien tan deseado.
El actual sistema de civilización pide hombres capaces de cumplir en todos tiempos sus deberes, y de merecer el título de ciudadanos. Para conseguirlo, necesario era que los establecimientos de educación intermedia, fueran tan amplios como lo exigiesen las circunstancias locales de cada pueblo o provincia; porque la educación intermedia se dirige al cuerpo de las sociedades; a todos aquellos que no tienen vocación ni posibilidad para ser abogados, médicos, etc. En esta Institución se da preferencia al estudio de las lenguas vivas y de las ciencias naturales; se enseña la Literatura, la Filosofía moral, la Literatura, la Historia general, la del país, la Economía Política, las instituciones locales; en fin, todo lo que pueda formar un buen ciudadano, todo lo que pueda adelantar la industria, perfeccionar la agricultura, dilatar el espíritu y fecundar el entendimiento. Por eso esta Institución debe variarse a lo infinito, según las facultades intelectuales y naturales de cada provincia”.
Este vacío que dejaban las antiguas leyes sobre instrucción pública, es el que viene a llenar el nuevo Real decreto con el establecimiento de los Institutos de Aplicación en las ciudades principales de la Isla. Para ello se han dotado en estos Institutos Cátedras para enseñar los idiomas francés e inglés, idiomas tan necesarios hoy para nosotros, como lo fueron en otro tiempo el griego y el latín para la civilización del mundo (…) Cuenta además el Instituto con cátedras de Geografía e Historia, Geografía y Estadística, Historia natural teórica y práctica de Agricultura, de Física y Química, de Mecánica industrial y Química aplicada, de Matemáticas puras y mixtas, Teneduría de libros, práctica de Contabilidad y operaciones mercantiles, Economía política, Legislación mercantil e internacional; ramos todos que abren nuevas carreras á la juventud, carreras en consonancia con la marcha del siglo y necesidades locales.
Así, el Instituto no dará a nuestra población abogados ni médicos, pero sí peritos agrónomos que perfeccionen nuestro mal sistema de agricultura, peritos químicos, que analizando las producciones naturales del suelo, nos indiquen sus propiedades y la utilidad que puedan traernos; mecánicos inteligentes que faciliten las operaciones de los más rudos trabajos; agrimensores que deslinden nuestras propiedades y regularicen nuestras vías públicas, así urbanas como rústicas; aparejadores que celen la completa ejecución de nuestros edificios en obsequio de la seguridad y ornato público; por último, hombres que sepan que toda propiedad tiene por origen la ley natural del trabajo, que sin él no hay ni pueden acumularse las riquezas, anhelo constante de toda sociedad; hombres por último, que conociendo sus deberes y la extensión de sus derechos, sabrán respetar los de sus asociados”.
Finalizaba el catedrático fundador del Instituto camagüeyano, Fernando Betancourt: “(…) las miras de alcanzar el perfeccionamiento moral e intelectual de mis hermanos, a fin de que cuando de otros puntos les griten: “progreso, adelanto riqueza”; ellos, guiados por la educación que han recibido, contesten: “deber, virtud, honor…”
Instituto forjador de hombres de bien
No se equivocaba, de sus aulas saldrían profesionales en todas las ramas del saber y del trabajo; y con coraje suficiente para emprender la revolución liberadora que hacía falta en la nación colonizada. Por ello decenas de sus alumnos marcharían a la manigua en la Guerra de los Diez Años, seguirían ese mismo derrotero en la Guerra de Independencia, en 1895, a la convocatoria de José Martí y Salvador Cisneros; en la República neocolonial saltarían a derrocar a las sangrientas dictaduras que ensombrecerían al país; y a conquistar por fin la patria nueva, digna, libre, soberana, próspera e independiente de tutelas imperiales.
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[1] Ha sido respetada la ortografía original del texto.