El Marqués: el intransigente Salvador Cisneros

Foto: Archivo OHCC
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Viniendo del “marquesado”: el patriota entero

Heredó Cisneros Betancourt el marquesado de Santa Lucía, que le fuera concedido a su padre, el criollo principeño don José Agustín de Cisneros y Quesada, -esposo de Ángela Betancourt y Betancourt-, en el año de 1825. Poco después, escaló al cargo electivo de alcalde ordinario de la ciudad, en 1839; representación que obtuvo por los reconocidos méritos y prestigio social de su tío, el Presbítero Don Agustín de Cisneros e Hidalgo, quien cediera las tierras del sitio El Bagá en el antiguo hato de Mayanabo, con el objetivo de fundar a su nombre y titularidad la ciudad de San Fernando de Nuevitas, de privilegiada rada para el comercio caribeño y más allá.

Antepasados

Tuvo sus ancestros en Castilla, región de España de la que vino a la Mayor de las Antillas don Juan Ximénez de Cisneros, quien de Santiago de Cuba se trasladó al Príncipe para desempeñar, en la tercera villa insular, el cargo de contador y juez de sus Reales Cajas, en el siglo XVII. Aquí se entrecruzaron los primeros Cisneros criollos con otros de prominentes familias hispanas y también criollas, empoderadas algunas por sus riquezas obtenidas gracias a la actividad económico-social pecuaria, con destino a los rescates con extranjeros; en tanto otras, ocupando cargos elegibles o a perpetuidad, entre el poderoso cabildo regional.

Salvador Cisneros llegó a ser el segundo marqués de Santa Lucía y ocupó escaño como alcalde ordinario en el ayuntamiento principeño en los años 1854, 1862 y 1863; desempeño que realizó con acierto y lo que le atrajo el respeto de coterráneos y allegados, al tiempo que le fortaleciera su imagen de entereza moral y rectitud de principios.

Por cierto, en el contexto urbano en que residió Cisneros y en su desempeño en el Cabildo, debió reconocer la procedencia social y destaque político de varias de sus cercanos vecinos y compañeros de labor, todos ligados por fuertes lazos endogámicos, y por ello, hacerlos merecedores de ocupar y poblar el primigenio espacio fundacional de la villa; sitio que, al propio tiempo, habrían defendido hasta morir varios de ellos en medio de los dos ataques perpetrados por piratas, ocurridos en el siglo XVII.

Cisneros Betancourt, conocedor del tejido cultural tradicional, de las mentalidades raigales y del complejo entramado social del Camagüey ancestral, respondió afirmativamente al llamado de José Martí para reemprender la «guerra necesaria» en 1895. No fue casual.

El Marqués tuvo un rol glorioso en la contienda decenaria del 68, en la que desde dos años antes (1866) contó en la fundación de la Junta Revolucionaria de Puerto Príncipe; después, en el cuerpo masónico patriótico Tínima, hasta ser electo Presidente de la República de Cuba y Armas (1873) y nuevamente para el mismo puesto en la Asamblea de Jimaguayú (1895).

En la Guerra Necesaria

Méritos suficientes, -fueron más, equívocos menos-, para hacerlo la personalidad más atrayente y respetable de la región camagüeyana, hasta convertirse en el líder clave, a quien Martí confiara la misión estratégica de levantar en armas al Camagüey. No fue menor tarea. Cisneros removió el piso del Camagüey, toco decenas de puertas, atrajo sospechas del ayuntamiento, de la policía y de militares españoles. En la edificación esquinera al Ayuntamiento, que arrendara para uso de Sociedad El Liceo, en el mayor silencio trazó planes insurreccionales con conspiradores; allí, en secreto, atendió a agentes martianos que vinieron a él con mensajes de Martí.

Cargando honras patrióticas pasadas y también años de vida útil, el Marqués no defraudó a Martí. Se alzó con un puñado de jóvenes corajudos en 1895. De él dijo el Maestro: «el Marqués va caído, el ardiente Salvador Cisneros, que es fuego todo bajo su marquesado, y cabalga como si llevara los pedazos mal compuestos».[1]

Y llegado el peligro mayor, de que se extendieran los Estados Unidos por las Antillas y con ese proyecto geopolítico y militar por Cuba en la mira, Cisneros levantó su voz por medio de su Voto particular contra la imposición de la Enmienda Platt imperialista. Y mantuvo esa rebeldía inquebrantable hasta su muerte.

El Camagüey le debe honra eterna al recio combatiente que fue el Marqués, que nunca bajo la espada ni se la dejó quitar del enemigo.

[1] José Martí: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 4, p. 384.

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