El Mayor: en el centro del Camagüey

Foto: Cortesía del autor
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De la plaza de “hidalgos” al Parque Ignacio Agramonte.

Fue un grupo de colonizadores españoles quienes arribaron al lugar, en el primer mes de 1528. A seguidas se adueñaron del hábitat que desde mucho antes poblaban aborígenes del tronco etnolingüístico aruaco, hecho que siglos después fue versionado de modo romántico por un cronista.

No es dudable que el entorno ofreciera cierta resistencia a los ocupantes, la que debió ser superada tan pronto hicieron valer el espíritu aventurero y de rapiña de la campaña militar en curso, y gracias a la codicia de poder y de obtención riquezas que impulsó a aquellos hombres, que integraron la hueste guerrera dirigida por los oficiales Pánfilo de Narváez y Diego de Ovando y acompañantes.

Entre los colonizadores arribantes sobresalieron, entre otros muchos, los apellidos Aguilar, Balboa, Porcallo, Orellana, Consuegra, Sifontes, Valenciano y Lugones. Los apellidos de los llamados “segundones” o hijosdalgo, que pasaron a La Española y de esa ínsula a la Mayor de las Antillas, como integrantes de la expedición armada guiada por Diego Velázquez de Cuéllar.

A esos apellidos dominadores del espacio de la villa principeña, en la que levantaron casas de paredes de “tablazón de palma” o poco después de “piedras, maderas y tejas”, sucederían décadas después los apellidos Agramonte, Arteaga, Balboa, Boza, Castellanos, Castillo, Coba, Camarena, Herrera, Machicao, Miranda, Montejo, Recio, Varona, Vergara, Zayas…; de familias empoderadas ligadas a la oligarquía hatera y comercial, con representación en el cabildo regional.

Fueron estos los mismos apellidos a quienes importó, como cosa de mentalidades feudaloides traída de afuera, trazar el tejido de calles irregulares, perceptible aún en la zona más arcaica de la urbe moderna de hoy. Fueron ellos los mismos emprendedores del crecimiento barrial hacia los cuatro puntos cardinales del orbe, primeramente a partir de tres plazas primigenias. Fueron esos mismos apellidos aportadores de importantes sumas de dinero para alzar de piedras y maderas del país la Iglesia Mayor, la ermita San Francisco de Asís y la iglesia-conventual la Merced, entre otras edificaciones religiosas. Los apellidos Argüelles, Figueroa, Guerra y decenas más; que pintaron de sangre plazas y callejas desaseadas, por tal de impedir que el sitio fundacional fuese ultrajado por piratas, en 1668 y 1679.

Pasado los siglos, fue in crescendo el amor ciudadano por la plaza histórica y por todo el terruño natal, fundado con trabajo ferviente; por la patria chica que creció para hacerse matria grande criolla e inspiradora de identidad.

Por ello destaca el apellido Agramonte bien peraltado en la antigua Plaza Mayor del Camagüey, tal vez, sabida la procedencia del apellido del antiguo reino de la Navarra de las Españas del medioevo, el de los guerreros Agramonteses. Por haber sabido representar más que el apellido, el Hombre con su dignidad de Mayor y con su sangre camagüeyanísima, la independencia, la libertad y la vergüenza de su patria cubana.

La fecha escogida por el Consejo Territorial de Veteranos de la Independencia para develar la estatua que le perpetuaría su arquetípica figura, fue el 24 de febrero de 1912. Allí quedó alzado el conjunto monumental en entre otros apellidos no menos representativos de las glorias y las luchas del Camagüey: Agüero, Cisneros, Zayaz y Betancourt. Y del otro Agüero que fue a Bolívar, contra los resabios hispanos de su padre del cabildo principeño.

De modo que el Parque Ignacio Agramonte de la urbe camagüeyana, que se moderniza y embellece en cada aniversario fundacional de la villa, continúa trascendiendo nuestro tiempo y nuestras vidas y sigue llenando de honra e historia al terruño de todos. Agradecidos los camagüeyanos y las camagüeyanas, impidamos desde la altura de la cultura el padecimiento de la desmemoria y la desidia.

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