Por: Ricardo Muñoz Gutiérrez
En los diccionarios del español, la primera y más común acepción de la definición de honor es la cualidad moral que induce a las personas a cumplir con todos los deberes que le imponen las circunstancias históricas o el medio donde vive.
En muchas oportunidades, cuando se habla del Mayor General del Ejército Libertador Ignacio Agramonte Loynaz se le atribuye la cualidad de “ser un hombre de honor”; veamos algunos hechos que evidencian.
Comencemos por el mérito, por encima de cualquiera de sus equivocaciones, del consecuente patriotismo que lo caracterizó y demostró, como hicieron otros, de abandonar todo lo material y sacrificar la familia, por el sublime amor a la Patria y cumplir con el deber de luchar por la independencia.
El 11 de noviembre de 1868, al irse a la manigua y presentarse a la dirección de la Junta Revolucionaria del Camagüey, se ofrece para recorrer el sur del territorio, donde operaban partidas insurrectas sin coordinación entre ellas. Agramonte logró reunir a los jefes y mediante un acuerdo, que hemos llamado de Jobabo, reconocieron la jefatura de la Junta y un plan de operaciones.
En la noche del 26 de noviembre en la Reunión de Las Minas defendió la única tesis que podía conducir al triunfo del movimiento revolucionario cuando expresó: “Acaben de una vez los cabildeos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan, Cuba no tiene más camino que conquistar la redención arrancándosela a España por las fuerzas de las armas.”
Quizás, esa actitud le valió para que el 28, en la preparación del Combate de Bonilla, lo designaran para integrar el grupo de combatientes que ocuparon el punto más avanzado y, por tanto, más peligroso.
Ante el asesinato de un compañero por los españoles, Agramonte en una Proclama del 27 de enero de 1869, expresa “[…] Que nuestro grito sea para siempre. ¡Independencia o muerte! Y que cualquiera otro sea mirado en adelante como un lema de traición […]”. El destino estaba trazado para el insigne patriota.
El 26 de abril de 1869, Ignacio renunció al puesto de secretario de la Cámara de Representantes y asumió la jefatura de la División del Ejército Libertador en Camagüey, con el grado de mayor general; es consecuente con la convicción expresada en Las Minas. No es el tránsito de un político a militar; es un patriota convencido de lo que es más necesario hacer y donde se sirve mejor; si el camino son las armas, con ellas se ha de andar.
El cumplimiento del deber no admite debilidades. En 1871, las fuerzas mambisas combaten en condiciones muy difíciles o, simplemente sobreviven, frente a la superioridad de España. Algunos creen el momento oportuno para convencer al Mayor de que su salida de la guerra es la única oportunidad para conservar la vida. Rechaza la propuesta; le advierten la situación y lo interrogan:
– ¿Qué elementos tienes para continuar la guerra? ¿Con qué vas a seguir esta lucha sangrienta, tú solo, careciendo de armas y municiones?
– ¡Con la vergüenza!
Replicó el caudillo; continuar la contienda era el deber.
Mucho se ha hablado de las diferencias con Carlos Manuel de Céspedes; pero, sin especificar las diferentes causas que las generaron. Cuando creyó que una orden del Presidente de la República, restaba a su autoridad, no lo desafió, renunció al cargo.
Pero el deber era combatir al Ejército Español, patriotas limaron las distancias entre Céspedes y El Mayor y en enero de 1871 reasume el mando del ejército camagüeyano. Consciente de la importancia de la disciplina y respeto a la ley, le escribió a su antiguo profesor José M. Mestre:
Aquí hay opiniones encontradas, pero no hay divisiones, ni disensiones de mal carácter; y respetamos el orden de cosas establecido, mientras legalmente no se cambie […] soy de los que más necesario creen el cambio de los funcionarios que sirven de rémora a la marcha expedita y enérgica de nuestras operaciones militares […].
La madurez política y el honor alcanzado por el Mayor es bellamente reflejado por José Martí en el siguiente juicio:
[…] Pero jamás fue tan grande […] como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso en pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras: “¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República!”
-Su compromiso con la independencia de la Patria lo explica en carta a su esposa Amalia, el 19 de noviembre de 1872: “[…] puedo asegurarte que jamás he vacilado un instante, ni he dudado nunca de que el éxito es la consecuencia precisa de la firmeza en los propósitos y de una voluntad inquebrantable […]”.