Por: Kenny Ortigas Guerrero
Desde pequeño participaba en actividades en las que declamaba o actuaba en alguna que otra obra escolar. Era un momento oportuno para explayar mis energías y también para alardear un tanto con el resto de mis compañeros. En esas edades tempranas sucede así; y pasa el tiempo y uno continúa en el camino del juego teatral y va compenetrándose más, adquiriendo consciencia de lo provechoso y sustancial que puede ser para uno mismo y para una comunidad.
Precisamente ese transcurrir me ha llevado a una interrogante, que puede -y de hecho ha tenido muchas respuestas- atendiendo a las perspectivas individuales. También, voces autorizadas en estos temas han vertido sus criterios en disímiles espacios. ¿Por qué las personas asisten al teatro? Como esta idea me ronda a cada rato siempre que encuentro algún texto que me invita a crear analogías en el afán de dilucidar esta cuestión, le busco las cuatro patas al gato e intento hilvanar las esencias que -aunque no hablen directamente acerca del fenómeno de la percepción teatral- siento que me dan pistas para continuar agregando material a ese tópico.
Por pura casualidad encontré referencias que ineludiblemente me trasladaron al hecho de la magia escénica cuando leí el libro: La desaparición de los rituales. Una topología del presente, de Byung Chul Han, un destacado filósofo coreano. Cuando las personas de teatro escuchamos el término “ritual” nos remitimos de inmediato a los orígenes del arte, a la Comunidad Primitiva y sus primeros atisbos de establecer niveles superiores en su comunicación y comunión como grupo de personas con intereses
En este caso, Byung Chul Han expone una idea medular en su teoría: “…los rituales generan una comunidad de resonancias que es capaz de una armonía, de un ritmo común…”. Se comprende que teatro y ritual no pueden escindirse, son inmanentes el uno al otro; y por mucho que haya evolucionado el drama, siempre existirá un componente de reciprocidad energética muy fuerte entre el actor y el espectador -como lo existe entre el chamán y su tribu.
Dicha energía, con las cargas semánticas que la acompañan, produce resonancias, entendida como esa onda expansiva que se prolonga y penetra en nuestros sentidos y nos posee, nos sacude y nos libera. Esta sensación se recibe no solo individualmente, sino que se esparce en el colectivo asistente, atando los puntos de contacto entre las diversas sensibilidades que asisten a la puesta y se crea una especie de cofradía y bienestar común.
El teatro rompe las tensiones diarias, el estrés, el agotamiento. Es diversión, que tiende puentes donde se difuminan todas las diferencias y se crea un lenguaje de solidaridad entre los hombres. Dos desconocidos entran a una función, de teatro, de danza … no importa. Se sientan cerca uno del otro, sus vidas son totalmente opuestas, pero lo que emana de la escena toca la fibra humana de ambos y en ese instante se miran y se lanzan una mirada cómplice.
Quizás los dos o todos los que están acuden para ver la ejecución de un sueño que torna la vida más interesante, porque allí se explayan sus anhelos, sus demonios, sus palabras reprimidas… se crea una comunidad sin haber intencionado tal propósito. Por lo tanto, el teatro es compañía, complicidad y sostén espiritual; es parte de nuestra forma particular de fluir, es parte de nuestro ritmo.
Un ritmo que fomenta la reunión comunitaria y el diálogo en torno a circuitos de programaciones culturales habituales, eventos, etc. Las redes sociales crean resonancias ficticias en las cuales la inmediatez cercena la posibilidad de detenernos, reflexionar y crear espacios auténticos de interacción humana. Aquí aparece otro postulado de Byung Chul Han: “…el tiempo que se precipita sin interrupción, no es habitable… que el tiempo no nos dé la sensación de gastarnos, sino de realizarnos…”.
El teatro es esa parada necesaria donde habitamos nuestro propio yo interior y sanamos. Es una estancia que resarce el intelecto y detiene el desgaste que impone la rutina diaria. Nos reconforta a pesar de lo perturbador que pueda ser algún espectáculo. Será porque aun entregándonos al disfrute sabemos que ese acto es una recreación sublime del imaginario del hombre.
Cuando interactuamos con el hecho escénico entramos a una dimensión otra por voluntad propia, un estadío que persigue restaurar y a la vez enjuiciar nuestra propia conducta, es un alto en el atropellado camino de la vida. Otro elemento que considero importante dentro este libro es cuando su autor comenta que “…la percepción serial es extensiva, mientras que la percepción simbólica es intensiva…”.
Las dinámicas del mundo contemporáneo impulsan en por cientos elevados a pasar la vista sin detenernos mucho. La premura que exige una sociedad de rendimiento como lo afirma Byun Chul Han, no nos da espacio para más. En esta parte se toma al neoliberalismo como el marco propiciatorio para esta debacle, pero es un proceso que indudablemente extiende sus tentáculos y cala en el sistema socialista. La propaganda del mercado que exacerba la psiquis te atiborra de suculentas apariencias y va eliminando la capacidad de razonar con claridad. De ahí que el teatro deconstruye esta realidad y la transforma en contenidos simbólicos, en imágenes estructuradas de tal manera que puedes penetrar en el entramado de complejidades de la realidad que te rodea y de la cual a veces -paradójicamente- estás ausente.
Así te devuelve la capacidad de tener criterio, algo fundamental para vivir sin sometimientos. El teatro conserva la “repetición” entre los rasgos que lo vinculan al ritual. Visto fríamente puede parecer rutina, y esto nos alejaría del acometido que buscamos, en el que el acercamiento y la compenetración coadyuvan a explicar el porqué de la pregunta que da origen a este artículo.
Pero hay algo que distingue esta “repetición” de la “rutina”, y es que en ella se genera intensidad. Aun en la quietud puede existir intensidad, sin ella nada se logra, sin ella nada se produce, nada nace. El teatro, cada día en la función, se repite como un acto de entrega y desnudez total, de no ser así para mí carece de sentido. Aunque la secuencia que estructura el montaje sea una, los guiños, las relaciones, las intensidades… fluctúan en una espiral que persigue establecer un vínculo emocional indestructible con el espectador.
La motilidad de los cuerpos de los intérpretes revela conceptos que escudriñan en ese gran taller donde se genera el poder de reflexión y de acción del hombre, que es en el proceso de comunión – comunicación entre escenario y platea. El teatro es lugar para el reconocimiento mutuo, es donde a pesar de lo efímero, se capta la permanencia de lo fugitivo. El sentido de “durabilidad” necesita ser rescatado, otro asunto que aborda La desaparición de los rituales. Una topología del presente.
Por lo tanto, para permanecer, para estar, para sentir y poder meditar sobre la vida y sus disyuntivas, para poder ser durables, es preciso morar. El teatro, aun en su violenta muerte y resurrección, que de súbito se dan al abrir el telón y cuando terminan los aplausos, nos da esa posibilidad, nos asegura morar. Su fuerte carga simbólica, axiológica, intelectual y emocional se perpetúa en el imaginario de cada persona, porque en él buscamos trascendernos a nosotros mismos y es asidero para encontrar posibles respuestas y ver surgir nuevos cuestionamientos.
El teatro nos reconecta con los orígenes del convivio social, su propia naturaleza -de la cual hablaba en oraciones anteriores- nos va a seducir en toda época y momento. Su verdad, la que expresa desde la sinceridad del hacer de sus fieles, es la que lo hará un arte sempiterno y demandado.