José Martí: lecciones de una muerte digna

Foto: Tomada de http://www.escambray.cu
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El 15 de abril de 1895 José Martí por acuerdo de la Junta de Generales, a propuesta de Máximo Gómez, fue ascendido a Mayor General del Ejército Libertador. No obstante el ascenso merecido no evitó que una parte del mambisado lo llamara «Presidente».

Días después, el 19 de mayo, el teniente a cargo de su custodia, Ángel Perfecto de la Guardia Bello[1], en vano, pretendió sujetarle el ímpetu. Tal vez el oficial no supo que Martí se hallaba dolido, sin perder serenidad y fuerzas, por el trato rudo recibido de parte del General Antonio Maceo en el transcurso de la entrevista sostenida entre él, el Titán oriental y Gómez, en el ingenio La Mejorana, el 5 de mayo. Por cierto, a Gómez, pareció disgustarle que los soldados le llamaran Delegado, o cuando más “Presidente”.

Su llegada

Martí había llegado a las inmediaciones del río Cauto y su afluente el Contramaestre, crecido y turbio. Más emoción en el campamento Dos Ríos conocido por Bija, que quedó de la guerra del ‛68. Allí le alcanzaron un jarro con agua dulce hervida, con hojas de higo. Aquí escribió a su amigo Mercado sus íntimos sentimientos por Cuba y por América[2]. Llevó prisa en la escritura, había que «impedir a tiempo» que los Estados Unidos cayeran sobre Cuba y el resto de Las Antillas y mutilaran su independencia y soberanía…

La carta quedó inconclusa por atender a Bartolomé Masó y a sus 300 jinetes, que siguió Gómez y 30 guerreros, luego junta de jefes y soldados. Se cierra el encuentro con discursos patrióticos de los tres jefes, y almuerzo campestre bajo los improvisados ranchos.

El fatídico día

Vistió saco oscuro, por tener la camisa mojada, y pantalón de lino blanco, sombrero de castor, y zapatos de borceguíes negros; al cuello el cordón del revólver de cabo de nácar.

¡Alarma! Se aproxima una columna española. La dirigió el Coronel Ximénez Sandoval, masón, que avanzó sobre el rastro fresco dejado por los jinetes de Gómez, y que acompañó una columna de 600 soldados del Segundo, Quinto y Noveno batallón Peninsular y una sección del Hernán Cortés. El práctico Antonio Oliva señaló a los fusileros: al jinete.

Ya no le interesó a Martí su autoridad entre las fuerzas libertadoras, fuere como Delegado, Presidente o por el ganado ascenso a Mayor General.

Escribió que depondría “ante la Revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debemos renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”.[3]

Empero más que esa inquietud lleva otra, los Estados Unidos es la mayor urgencia y lo que le obligó a poner pie en el estribo y a lanzarse en busca de la escuadra enemiga, desatendiendo la orden de Gómez.

En coyunturas de riesgos para la vida de un hombre imprescindible, no se puede desoír la voz que dicta la intuición del superior. Así cayó abatido por los tres impactos de bala ante los soldados crispados de los dos bandos.[4]

En Dos Ríos…

La pequeña sabaneta de Boca de Dos Ríos se tiñó de su sangre de Apóstol. No fue suicidio, ¿acaso quiso acreditar su hombría y su pundonor de cubano? ¿Quiso demostrar su mucho coraje de guerrero que le contenía su autoridad?

Llevó demasiada ansiedad y fuego en su pecho, después de largo período de preparación de “guerra necesaria y breve”, de la que fue su máximo convocante e iniciador.

Él creyó llegado el momento del deber supremo, de la hora de la transfiguración en el ejemplo, el primero en el puesto, el guía y vanguardia de la lucha; y no para alcanzar la gloria, sino para ganar el honor de batirse por su amada Cuba, no pensando en la muerte sino en lo mucho que faltaba por hacer. Esa es lección que nos deja el Maestro.

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[1] Este temerario adolescente cayó combatiendo en Las Tunas, el 29 de junio de 1897, luego de defender valientemente el Fuerte Aragón tomado por él con sus compañeros a los españoles. Tenía al morir 22 años de edad. A su lado combatió ese día el teniente coronel José Martí Zayas Bazán, el hijo del Apóstol.

[2] En un fragmento de la misiva le refiere Martí: “Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento (…)”, lo que ha sido interpretado por algunos como la premonición o presunción que tuvo Martí de su muerte próxima, pero sin dudas, se trató de dar continuidad a sus planes. La frase continúa: “Y en cuanto tengamos forma, obraremos (…)”. En: José Martí. Obras Escogidas en Tres Tomos, t. III, nov. 1891-mayo 1895. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1992, p. 606.

[3] Quesada y Miranda, Gonzalo de: Martí, hombre. Colección Raíces. Presentación de Raúl Rodríguez la O. Publicaciones de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, La Habana, 2004, p. 357.

[4] Los proyectiles penetraron por el cuello alcanzándole la mandíbula y destrozándole el maxilar superior izquierdo. Disparo del cuello letal, por originar un profundo sangramiento que debió causarle una broncoaspiración sanguínea y la muerte por asfixia. También fue alcanzado en el pecho, a nivel del puño esternal, con salida por detrás del tórax y en el cuarto espacio intercostal derecho, a unos 10 cm por fuera de la columna vertebral dañando la escápula izquierda, en una trayectoria anteroposterior de derecha a izquierda. Otro disparo logró alcanzarlo por el tercio inferior y cara interna del muslo derecho, con fractura de la tibia y el peroné. Trazo de arriba hacia abajo y afuera. Su cadáver entre un dagame y un fustete quedó en poder de los españoles que lo trasladaron a Remanganaguas para su enterramiento por primera vez. Al parecer, el humo que cubría la escena del lance impidió que los cubanos apreciaran el sitio de la caída y recuperasen su cuerpo.

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