Juan de Orellana salió de al amanecer de la Villa de Santa María, del Puerto del Príncipe –fundada el dos de febrero de 1514– cuando una intensa bruma se enseñoreaba sobre la Punta del Guincho y apenas se podía ver a una vara de distancia.
Nunca había ocurrido algo similar desde la fundación del pequeño caserío, pero él no le dio importancia.
–No vayas- le dijo José Torres, y afirmó que la intensa neblina era un presagio de mal agüero.
Juan se sonrió y respondió que de todas formas iría a cazar en un bosque cercano.
–Ojalá no te arrepientas- agregó José, y su amigo inició la marcha en medio de la bruma.
A la media hora el sol estaba visible y no quedaban rastros de la niebla.
Cruzó un riachuelo de aguas cristalinas y fondo de arenilla, y entró a la arboleda, que rezumaba las humedades del rocío.
No vio nada para la cacería y bebió agua de una casimba al lado de un árbol con curujeyes.
Estaba frustrado por la imposibilidad de la caza y se sentó sobre una gran piedra casi cuadrada.
Mientras observaba y disfrutaba la soledad del paraje vio a su mujer, fallecida en Sevilla tres años atrás, vestida de negro.
Juan se paró con rapidez y retrocedió, mientras la visión avanzaba hacia él. Huyó y sentía los pasos apresurados de su perseguidora, y supuso que el corazón le estallaría.
Desfallecido por la carrera se sentó en un montículo de tierra y miró hacia atrás.
La visión había cesado y la turbación lo tenía bajo un cerco incontenible. No acertaba a levantarse y tras persignarse al fin pudo reanudar la marcha.
Regresó a la pequeña aldea y fue a la casa de José para contarle el acontecimiento. Hizo la narración muy nervioso, y afirmó que su María de las Mercedes quería llevárselo a la muerte.
José trató de controlarlo, pero no pudo, y el amigo retornó a su vivienda lleno de temor.
Durante cinco noches vio en sueños otra vez la visión, y en la última de esas jornadas corrió frente a las casas mientras gritaba: –¡Me persigue, me persigue…!!
Tuvieron que atarlo al camastro y no cesó de gritar en los tres días siguientes, al término de los cuales lo atacaron las calenturas, tuvo hemorragias nasales, vómitos recurrentes y la locura lo apresaba.
Murió en un amanecer nuevamente lleno de densa neblina, al lado de José, quien lo cuidaba en la enfermedad.
Cuando lo sepultaban sobrevino una inesperada lluvia intensa, la fosa quedó inundada en unos minutos y hubo que poner piedras sobre la mortaja para que el cuerpo no flotara.
Ese día por la noche no hubo luna y un frío sin razón invadió a Santa María del Puerto del Príncipe.
José jamás comentó lo escuchado en relación con el bosque, y guardó el secreto de las tribulaciones de Juan, a quien por fin se lo llevó María de las Mercedes, de la cual materialmente solo quedaban los huesos en una iglesia de Sevilla.
(Tomado del libro inédito De lo que fue y lo que pudo ser en Santa María de Puerto del Príncipe, en el cual confluyen la realidad y la ficción).