Gerónimo de Ballester volvió a sentirse en extremo feliz por volver a llegar al embarcadero de La Guanaja.
Era el capitán del velero Ave María, y bajó a tierra en medio de un tiempo
fresco y sol suave, apenas dos días para el año nuevo.
La satisfacción por arribar al pequeño puerto tenía dos razones fundamentales: estaba vivo, pese al siempre peligro de los naufragios, sobre todo a causa de los vientos no pocos huracanados del mar Caribe; y la de reunirse con su esposa Ana Toscana, quien emigró de Génova a San Cristóbal de La Habana, y después se asentó en La Guanaja.
Hermosa, rubia y de ojos color miel, tenía 25 años y era la excelente cocinera de la taberna del manco Gutiérrez, quien había perdido un brazo en un duelo en su natal Sanlúcar de Barrameda, en Andalucía.
A diferencia de los demás establecimientos gastronómicos del embarcadero, que tenían la carne de vacuno como plato principal, el del manco Gutiérrez estaba especializado en el cerdo, asado en púa o en barbacoa de cujes de guayaba y mango, salpicado con ají guaguao. Casabe rociado con grasa de cerdo, ajiaco, plátanos maduros fritos, boniato asado, naranjada, jugo de piña, vino español de uvas y dulce de mango.
Varios hornillos con plantas aromáticas sobre brasas también otorgaban al lugar otro de sus atractivos.
Ana preparó un menú especial para Jerónimo, y como a él le gustaba comer en la taberna: la comida servida en un pequeño catauro de yagua verde, con los extremos cerrados por unas púas de madera.
Él trajo una carga de San Cristóbal de La Habana, amparada por un contrato suscrito ante Martín Calvo de la Puerta.
El envío consistía en tela blanca de Holanda, sombreros forrados, medias, zapatos, camisas de crea, rosarios, espadas, arcabuces, canela, pimienta, comino, clavo de olor, vino, velas y artículos de quincalla.
En cinco días debía zarpar rumbo a varias islas del Caribe, para transportar cueros salados y tasajo.
La noche del arribo, Jerónimo amó, como siempre, a su amada Ana, y repitió la fogosidad en el resto de la etapa antes de la partida.
Un día, al amanecer, pasearon por la orilla del mar, mientras comían guayaba.
Sentado sobre un tronco divisaron a un hombre cabizbajo con un sombrero negro de grandes alas.
Cruzaron a su lado y el individuo levantó la cabeza.
Tenía una cara horrorosa, soltó una carcajada diabólica y desapareció.
Jerónimo y Ana se retiraron con rapidez hacia la taberna, y le relataron al manco Gutiérrez lo ocurrido.
El tabernero los escuchó con suma atención.
–No me vengan otra vez con los aparecidos. Cundo Ana no trabajaba aquí, el capitán de barco Thiago Stefan da Silva, me dijo que vio en la taberna a un hombre con un capote negro que bebió mucha cantidad de aguardiente y desapareció ante su mirada. Yo estaba allí y no vi absolutamente nada.
–Bueno, señores, entonces creo que el demonio nos ronda–, agregó el manco Gutiérrez, e hizo la señal de la cruz.
(Tomado del libro inédito De lo que fue y pudo ser en Santa María del Puerto del Príncipe, en el cual confluyen la realidad y la ficción).