Guáimaro: el 10 de abril de 1869

Foto: Cortesía del autor
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La sorpresa que dio Guáimaro a España

No ha sido precisado por la historiografía nacional si la sorpresa inicial de la celebración de la Asamblea de patriotas que se efectuaba en el extremo de Cuba alargada y estrecha y noticia trasmitida al capitán general por esa causa se decidiera salir de inmediato una ofensiva militar a gran escala para tratar de abortar la conjura rebelde.

Qué sabrían o que no sabrían los efectivos de la policía y aún los propios militares del rico territorio camagüeyano de Guáimaro, territorio cubierto de haciendas de cría y engorde animales vacunos y caballares, de magníficas tierras cultivables para el tabaco y la caña, entre otros cultivos y frutos.

Guáimaro, que tenía nombramiento aruaco perdido en la larga duración histórica; se dibujaba con poco más de noventa manzanas y una veintena de calles rectas sobre el Camino Real de Cuba (a Santiago de Cuba); con una cifra parecida de casas de buen porte; plaza central en la que lucía la Iglesia de mampostería… Y era pueblo de trabajo y cultura, pero insurrecto, desde la jornada de Joaquín de Agüero, que allí tuvo colaboradores y donde se derramó la primera sangre por la libertad, en 1851.

Y en el ´68, tras el alzamiento armado de Las Clavellinas, el 4 de noviembre, la partida que dirigía Luis Magín Díaz y los hermanos Arango, seguidos de otros patriotas principeños y con apoyo de locales guaimarenses, como Gregorio Goyo Benítez y Pedro del Risco Téllez, entre otros, se pudo tomar a la guarnición militar española, pasando a ser el poblado el primer territorio libre del Camagüey en Armas.

Había razones históricas suficientes para sentirse orgullosos los guaimarenses, más por saber que ese terruño había sido escogido por la dirección de la Revolución para ser sede del primer parlamento mambí, que en representación del pueblo de la Isla-archipiélago alzaría voces en Asamblea para contraponer con todos sus poderes posibles, de que estaban embestidos democráticamente, el Estado Libre Cubano al Estado colonial español; Estado insurrecto que tendría de garante para hacer efectivo el mandato supremo de la Asamblea y el de la Cámara electa, el Ejército Libertador Cubano.

Pasaba Carlos Manuel de Céspedes y su comitiva el río Jobabo, día 9 de abril de 1869. Era el linde hidrográfico del vasto Camagüey, y de Guáimaro, aunque a decir verdad, para el líder bayamés nunca se trazaron fronteras en el vasto Camagüey, menos Guáimaro, que le recibía y disfrutaba de sus recitaciones en tertulias familiares. Entró a su plaza por la calle Polo Ártico.

A poco más del medio día, llegaría Ignacio Agramonte con su comitiva. Fue sábado el 10 de abril. Fue día de júbilo especial. La cita tenía por objetivo crucial “la unión de todos los departamentos bajo un gobierno democrático”.

Tanto se debatió y tanto sacrificó cada cual de los delegados para que la Revolución saliera triunfante, aun las carencias de mentalidades y limitaciones políticas que reinaban en el concierto de almas allí presentes; donde solo una cabeza de mujer pudo asomar el día de la embestidura de la máxima representación estadual, empero ninguna de negro o mestizo, muchos que ya se pasaban a las filas insurrectas.

Y el mismo orgullo que tuvieron los guaimarenses al saberse sede la República surgente fue el mismo que le llevó a preferir prender fuego el caserío insurrecto antes de que le tomasen los españoles, un mes después. Céspedes no huyó, se fue con la Cámara  y su escolta a la hacienda El Berrocal. Continuaría la Revolución.

Y uno de los asistentes a aquella Asamblea saldría a batallar con fe inquebrantable para que en toda Cuba fuera escuchara el único lema: «Que nuestro grito sea para siempre: ¡Independencia o Muerte!» Ese fue El Mayor General Ignacio Agramonte.

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